Los Silenciosos (2/7)

>> martes, 14 de julio de 2009

Los Silenciosos

2. La búsqueda


Sin apretones de manos ni palabras de agradecimiento los dos hombres abandonan la oficina. Varg lleva en su mochila las páginas de Análisis de Detinjst-Inertan que el intendente de Sol Dormido tenía en su poder. A su lado Stabsky camina ofuscado.

-Supongo que tampoco vas a dejarme ver estas, Ian-dice con su acento alemán.

-No. Ya te lo expliqué en Buenos Aires, cuando visitamos a ese profesor, y en Formosa, cuando hablamos con el pianista, no se supone que debás leerlas.

-No te entiendo, hombre.

-Es lo que Ferguson quería, por eso las dividió en cinco partes, para protegerlos.

-¿Y por qué tu si puedes ver la totalidad de la obra?

-No sé... imagino que será porque no tengo mujer ni hijos que vayan a llorar sobre mi ataúd.

-No sabía que te gustaran los hombres...

-No me gustan.

Se dirigen al hotel. No hablan en el camino. Apenas si cruzan alguna mirada, por accidente. Reunen sus pertenencias y abandonan el edificio.

-Acá separamos caminos, Stabsky-dice Varg.

-¿Qué? Aún falta la última pieza.

-Sí. Es por eso que debo continuar solo.

-Ian...

-¿Sí?

-Vamos, sabes que esto no es un juego.

-No tratés de convencerme. Agradezco todo lo que hiciste para ayudarme, pero por tu propio bien tenés que marcharte ahora.

-¿Nada te hará cambiar de opinión, verdad?

-Nada.

-Haces honor a tu apellido, hijo. Prometeme que cuando todo termine me explicarás lo ocurrido con todo detalle.

-Lo haré-dice Varg y, sin dudar, da media vuelta y se retira.

El otro se queda viendo como su compañero se pierde en el horizonte. Esa mirada es una despedida muda y encubierta. El silencio es la esperanza, por una vez.

Con prisa, con ansias ya de terminar con la misión -o comenzarla, según como se lo vea- Varg emprendió el viaje desde Sol Dormido hacia la ciudad de Burgas, a cien kilómetros de distancia.

Hace dos tercios del trayecto en un ómnibus que se dirige a Comodoro Rivadavia. Podría haber tomado uno que lo llevara directamente a su destino, pero para eso debería haber esperado dos días.

Recorre unos cuantos kilómetros antes de conseguir que una camioneta le ahorre el resto de la caminata, gracias a su pulgar extendido hacia el cielo patagón.

Conversa con el conductor sobre asuntos de vital importancia. La temperatura, el sendero recorrido por los bueyes, el horóscopo. Agradecido, se despide al llegar al centro de la ciudad. Entra a un café, pide una guía. Localiza la dirección de neuropsiquiátrico Ingenieros. No está lejos, apenas unas diez cuadras. Se dirige a pie al nosocomio.

Durante el viaje medita en el presente de aquel que va a visitar. Apenas se vieron dos veces en los años en los que han trabajado juntos. Si es que así puede llamarse a su relación. O falta de ella.

Sufrió, recientemente, un ataque, una agresión, de una naturaleza jamás explicada. Esto lo arrancó del equipo, arrojándolo a los oscuros sótanos de la raza humana, ahí, donde se guarda todo lo que estorva.

¿Estará lo bastante lúcido como para dialogar? ¿tendrá en su poder las páginas? ¿querrá dárselas, de tenerlas?

Varg sacude la cabeza. Si fuera a suponer un problema, Ferguson no le hubiese entregado a él su trabajo, piensa.

Arriba a destino y logra entrevistarse con el director del hospital. Explica un caso ficticio. No es hora de visitas pero se le permite una breve entrevista privada. Sin demoras lo conducen a la celda correspondiente.

-Este no es el procedimiento habitual, señor-le explica el guardia.

-Lo sé. No habrá problemas.

Abren la puerta y le permiten entrar. El guardia queda fuera, donde los sonidos de una conversación clandestina nunca podrán llegar.

Aquel llamado Salieri está sentado en un rincón, con una camisa de fuerza presionando sus extremidades superiores contra el torso. Tiene una mirada extraña en el rostro. Reconoce al visitante.

-Varg-murmura, con la voz perdida en otro siglo, en otra vida, en otro mundo.

-Salieri.

-¿Viniste a traerme cigarrillos?

-No exactamente.

-¿Me trajiste una torta de chocolate con una lima dentro? ¿un vino? ¿un libro? ¿un secreto? ¿una mentira? ¿un arroyo donde crecen plantas de helado y tomates asados a la parrilla bajo el frío sol del superpoblado Venus?

-No. te traje una pregunta.

-¿El origen de los diez mandamientos? ¿la naturaleza de El Mal? ¿la forma del universo? Si es la forma del universo tenés que saberlo: es triangular, y el sentido de la vida es hacia la izquierda.

-Nada de eso.

-Hablá.

-¿Te llegó el envío de Ferguson?

Silencio. Tormentoso y cuerdo silencio.

-Sí. Me llegó su paquete, vino montado en una serpiente en llamas, desde las distantes tierras de N'mhaqué.

-¿Lo tenés?

-No.

-¿Cómo que no?

-Así como suena: no.

-¿Qué pasó?

-Me deshice del objeto. Al abrirlo vi lo que ocurría, vi lo que se aproximaba. Y tuve que enviarlo lejos, para evitar males mayores. Era un rompecabezas.

-Era un libro.

-Uno dividido en partes que al ser reunidas, en el orden correcto, revelaba una gran imagen. No necesito ver el rostro que ocultan, lo conozco de memoria, me persigue en mis pesadillas y, camarada Varg, hace tiempo descubrí que el mundo real es el de las pesadillas. Esta prisión es sólo un sueño.

-¿Destruiste las páginas?

-No. Sólo las envié... lejos.

-¿Dónde, Salieri?

-Cierto asociado mío las llevó a un lugar seguro. Un lugar que está...

-Lejos, sí, entendí esa parte. ¿No vas a decírmelo, no?

-Quizás. ¿Tenés el resto de las piezas, verdad?

-Por supuesto.

-Las páginas están guardadas bajo tierra, en un lugar tan horrendo que nadie querría visitar. Ni siquiera vos. Puedo decirte donde, pero antes debés responderme algo.

-Te escucho.

-¿Sabés por qué sos el último por quien vendrán Los Silenciosos?

-Honestamente, no.

-Sos mucho más peligroso que cualquiera de los otros, Varg. Y sabés eso.

La mustia mirada del cuerdo se clava en el indescifrable rostro del loco.

-Los Silenciosos te consideran un guerrero. Y a nosotros ni siquiera nos consideran. Somos menos que cucarachas para ellos. Los ataques que sufrimos tuvieron siempre una única intención: intimidarte.

-¿Por qué sobreviviste, entonces?

-Yo no sobreviví. Dejé que me tomaran. Inicié mi viaje al mismo momento de mi asesinato, descendí a la demencia y navegué más allá de la cordura, a través de negros mares de bilis humana, en una barca hecha con fetos abortados en los sueños de los negligentes. Cuando sus manos presionaron mi cuello ya no era yo; era el cadáver de lo que fui. Renací en esta forma, como un loco que sólo puede tener la razón. Y esta es mi verdad: vendrán por vos. Aún podés desistir.

-Soy un hombre con una misión, Salieri. Lo sabés.

-Esa será tu gloria y tu fracaso. Las páginas están ocultas en las cloacas, en un maletín recubierto en titanio. Podés encontrarlo si ingresás por la boca de tormenta en la esquina de las calles Tracf y Ovel.

-Gracias, Salieri.

-No me des las gracias, Varg. Sólo estoy indicándote la dirección de tu sepulcro.

Inquieto, sale del hospital. Al primer paso que da rumbo al exterior estalla la estrepitosa risa de Salieri. Conforme se esfuma el pesado sonido, al mismo tiempo que los vientos de las calles inundan sus pulmones, una intranquilidad inédita comienza a poblar su corazón. Esa carcajada... premonitoria, piensa.

Tras buscar las herramientas necesarias para violentar la boca de tormenta, se dirige a la esquina indicada.

-Poca gente, no tardaré-murmura a nadie al ver el lugar casi desierto.

Espera unos minutos, hasta que se sabe solo. Con la celeridad de las ideas que agonizan rompe los seguros de la boca de tormenta y, sin pensarlo tan siquiera una vez, se introduce en el hueco, a la inversa de un niño demasiado asustado del mundo que decide regresar a la seguridad del útero, al placebo de la ignorancia.

Baja al mundo subterráneo. Nunca imaginó las cloacas como las ve. La arquitectura del mundo subterráneo es compleja y casi segura para los pies humanos.

Un río de desechos corre a su derecha. Se alumbra con una linterna. Avanza con paso seguro y veloz mientras los nauseabundos fermentos del fluir de las heces se cuelan en su cuerpo, atormentando sus sentidos, confundiendo su consciencia, guiándolo, poco a poco, a través del sendero que conduce, lejos de todo exceso, al sitio en el que la sabiduría jamás residirá.

A su lado circula por la arteria de cemento y concreto la ocre sangre de la ciudad, arrastrando la mugre de la cual se nutre, con basura por proteínas y cadáveres de niños nonatos por oxígeno.

Varg escucha el lamento de la enorme bestia con piel de asfalto y pústulas de plástico. De algún modo está en su hogar. Se sabe parte de eso, aunque quisiera negarlo una y mil veces.

En la oscuridad el haz de la linterna se refleja en el brillo del titanio. Él se acerca, casi saborea ya la victoria. El maletín está bajo una enorme rueda de acero herrumbrado. La examina. Debe pesar al menos trescientos kilogramos.

-Esto no lo hizo un solo tipo-murmura.

Recorre con la luz los redores. Busca una palanca. Da con una madera en un rincón. Se ve como un cúmulo de enfermedades, pero no le importa. La toma y busca la posición exacta para comenzar a mover la rueda. Al principio va bien, pero tras desplazar el pesado objeto unos cuantos centímetros la madera, podrida hace tiempo, se parte en dos.

Gruñe. Inspira profundo el hedor más honesto de la sociedad para calmar su ira. Examina una vez más el lugar. No halla nada de utilidad. ¿Qué hacer?

Si regresa a la superficie ahora el retorno a las fauces de la miseria será un calvario muy superior. Se mira los pies. Ve manchas de excremento, restos de sangre, incluso. Una rata se pasea por su bota izquierda. Da una patada al aire, arrojando el animal directo al flujo de mierda que corre en esa realidad clandestina.

Enfurecido, tira su torso contra la rueda herrumbrada y apoya su pierna derecha contra el muro. Empuja. Empuja con determinación, con asco, con necesidad, y al ver que el peso no cede empuja con negación, con odio, con agonía. Pero es infructuoso. Tras unos minutos de batalla en medio de un grito de impotencia desiste.

Apoya las manos contra la pared y clava la vista en el suelo, con la respiración agitada, la sangre hirviendo y la voluntad destrozada.

-Me rindo-murmura.

-Es justo lo que esperaba-dice una voz a sus espaldas, mientras siente en la nuca el frío metal de un revolver hacer contacto con su piel.


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