YO, PECADOR

>> sábado, 4 de agosto de 2012


YO, PECADOR


Otoño de 2012. En algún lugar de Argentina.


Es un hombre común. El tipo de hombre que asiste a misa. No desentona con el lugar. Está acompañado por una mujer y dos niñas. Permaneció solemne durante toda la ceremonia. 
Ahora se lo ve impaciente. Incluso tiembla un poco mientras espera su turno para entrar al confesionario. Su compañera habla con las mujeres. Le dan la bienvenida al pueblo. Él apenas si saluda. Ella les explica: es una persona tímida, pero un gran hombre, muy devoto y solidario. Sonríen. Todos.

Tras un tiempo difícil de cuantificar, el tipo entra en la cabina de madera.

–Perdóneme, padre, porque he pecado –dice.

–¿Cuando te confesaste por última vez? –pregunta el sacerdote.

–Hace cinco días.

–¿Y qué hiciste en tan poco tiempo?

–Forniqué y mentí.

–¿Qué tipo de mentira?

–El tipo de mentira que se mantiene hasta la tumba, padre.

Silencio. El cura parece confundido. Frunce el ceño. Tras un momento se frota las manos y comienza a sonreír.

–¿Por qué tenés que mentir tanto tiempo, hijo?

–Porque... porque es como armé mi vida.

–Ajá... ¿pero por qué?

–Porque la gente de la unidad penitenciaria pensó que era lo mejor.

–¿Unidad penitenciaria?

–Sí, para menores. Salí a los 21 años.

–¿Qué hiciste?

–Maté. Pero creo que Dios ya me perdonó por eso.

–Hijo... ¿a quién carajo mataste? –dice el cura, severo, cabreado.

–A... a varios compañeros de colegio.

El sacerdote saca, de un bolsillo, su celular y activa una de las funciones: grabar audio.

–¿Cuando mataste a esos compañeros?

–Fue hace mucho... ¿usted lee los diarios?

–Sí.

–¿Se acuerda de... de la masacre de Rander, en el '99?

–¿La de Los Tres Chalados?

–Sí... esa.

–Me acuerdo, me acuerdo. Seguí.

–Bueno... yo soy Raúl Silana.

–¿Quién?

–¡El que sobrevivió!

–Ah... ya veo. No grités.

–Está bien. Perdone, padre. Es que hablar de esto...

–Te entiendo, hijo. Pero explicame. ¿En qué mentís?

–Mi nombre, padre. Ahora me llamo Raúl Lanasi.

–¿Nombre legal?

–Sí, me lo cambiaron antes de entrar a la unidad penitenciaria. Nadie sabía quién era. Les dije que estaba adentro por robo. No me creyeron.

–Ajá. Pero si ahora te llamás así no es una mentira.

–No... pero le miento a todo el que conozco. Nunca digo quién soy... qué hice. Ni mi mujer sabe nada sobre todo eso. Ella cree que fui a la escuela en un pueblo del sur y que me mudé a la ciudad a los 21 años, cuando murieron mis padres; cuando me liberaron.

–Hijo... ¿cuanta gente mataste?

–Creo que cuatro. No estoy seguro. Eramos tres... yo... padre....
Raúl solloza. El cura se cubre la boca para reprimir una carcajada. Cuando logra contenerse retoma la palabra.

–¿Por qué los mataste, hijo?

–Planeamos todo durante casi un año. Los dos que fallecieron eran mis únicos amigos. Nos jodían todo el tiempo. No les decíamos nada porque después era peor. Ellos eran muchos, nosotros no. Afuera también era jodido. En mi casa era jodido. No sabíamos qué hacer. Yo esperaba tocar fondo, pero el fondo no llegaba. Cada vez estaba peor. Un día le pegaron a Leandro porque sí. Según ellos era la chota, por el cumpleaños. Era mentira. Había cumplido cinco meses antes. Nada más tenían ganas de pegarle a alguien y nosotros estábamos ahí.

–¿Entonces?

–Ahí decidimos que teníamos que matarlos a todos. Al principio era una fantasía. Hablábamos de eso para hablar de algo. Planeábamos como sería para ocupar el tiempo. Conseguimos las armas para no cruzarnos de brazos. Y un día le pegaron de nuevo a Juan, igual que a Leandro, por nada. Al otro día... pasó lo que pasó.

–Les dispararon a los que les hacían la vida imposible.

–A todos los que nos cruzamos. Recorrimos cada piso, revisamos los baños, las aulas, todo, hasta llegar a la rectoría. Fue muy raro eso. Es gracioso, creo.

–¿Qué cosa es graciosa?

–Cuando entramos a la rectoría había una compañera de nuestro curso. Pero no estaba asustada. No se escondía. Tenía una soga al cuello. La Chancha, así le decían, se estaba por suicidar.

–¿Y ustedes que hicieron?

–La dejamos.

–No le veo la gracia.

–Que La Chancha se llamaba Agustina Mola.

–Igual que la modelo.

–Es la modelo.

–¡¿Era gorda?!

–Obesa.

–Ah, mierda.

–Sí, yo dije lo mismo cuando la vi en la tele.

–Terminá de contarme. ¿Qué pasó después?

–Salimos de la rectoría y discutimos. Empezamos a escuchar sirenas. Juan quería enfrentar a la policía. Leandro decía que podíamos escapar. Yo quería salir vivo. Cada uno hizo lo que quiso. Leandro bajó las escaleras y no lo volví a ver. Supe que alguien le quebró el cuello, pero nunca lo resolvieron.

–¿La policía?

–Supongo. No sé quién más podría hacer algo como eso.

–¿Y el otro?

–Juan enfrentó a la policía, como quería. Los escuché desde abajo cuando se tiroteaban. Hirió a uno en una pierna. Lo acribillaron. Yo me había ido a la puerta. Tiré todas las armas y me arrodillé con las manos atrás de la nuca. Me llevaron a los golpes, pero respetaron mi vida. 
Creo que se imagina el resto.

–Contame igual.

–Psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales. Y cinco años de encierro en una unidad de menores. Ahí, enjaulado, descubrí a Dios. Él me perdonó por esto.

–¿Entonces por qué lo confesás?

–Por todo lo que se dijo, Padre. No pasó porque me molestaban en la escuela, ni porque no tenía novia, ni porque pude comprar un arma, padre. Los demás no son responsables. Todo fue por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Yo no me puedo perdonar. Me carcome todos los días. Tengo pesadillas muy seguido.

–Entonces yo no te puedo absolver por esto.

–No, deme la absolución por las mentiras.

–Un padre nuestro, un ave maría. Podés ir tranquilo.

El cura mira el celular. Vacila. Estira la mano, lo roza y cierra el puño. Baja la mano y la pone sobre una de sus rodillas.

–Gracias, padre. Lo veo el domingo que viene.

–El martes.

–¿Cómo?

–El martes necesito ayuda para pintar el atril. ¿Podés venir?

–Sí, padre. Sí puedo –murmura Raúl.

El tipo, tan normal, abandona el confesionario y se reune con su mujer. Ella no tiene nada que confesar, sus hijas son pequeñas, al parecer. Salen del edificio. A él se lo ve distendido.
El cura se dirige a su oficina. Sirve un vaso de vino tinto y lo bebe de un trago. Enciende un cigarro y hace una llamada telefónica.

–¿Hola, Martinez? Sí, habla el padre Romualdo... ajá, pasa que me trasladaron a un pueblo, ya no atiendo a los de Palermo. Pero igual, te tengo una bomba. ¿Te acordás de los Tres Chalados? Los Tres Chalados, esos del tiroteo en una escuela, en el año '99. ¿Viste que hubo uno que se entregó? Bueno, se confesó conmigo. Sí, quedate tranquilo, grabé todo. Te va a servir para el rating. ¿Cuanto? Escuchalo y después arreglamos. Dale, un abrazo, saludos a Jorge y a Luis.

Cuelga. Sirve otro vaso de vino. Abre el navegador en su notebook. Tipea cuatro palabras en el buscador: “Agustina Mola en bolas”.



NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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LA PALABRA DEL PADRE

>> viernes, 3 de agosto de 2012


LA PALABRA DEL PADRE


Es difícil comenzar. Supongo que debería darles las buenas tardes o agradecerles por venir. 
Pero no sé si quiero que ustedes tengan una buena tarde. En todo caso, quiero que tengan una tarde como la mía. Tampoco me dan ganas de agradecer su presencia. Antes de sentarme acá, frente a los micrófonos, alguien intentó atacar a mi hija menor. Todos sufrimos demasiado. Todos.

Quisiera aclarar una o dos cosas. En primer lugar, yo no le enseñé a mi hijo, ni a nadie, cómo disparar un arma. Nunca lo llevé a cazar. Yo mismo jamás tuve un arma en la mano. No sé usarlas y no me gustan. No sé de donde sacó mi hijo ese revolver.

Tampoco le inculcamos ideas fascistas. Yo soy peronista, como mi padre. Nunca hablé de política con mi hijo ni le di una biografía de Mussolini, ni ese libro de Hitler ni, mucho menos, la revista Cabildo, que ayer supe que existía. En mi casa nunca se habló bien de Videla porque nunca se habló de Videla.

Ni mi mujer ni yo somos racistas. Ni homofóbicos. Ni nos molestan los inmigrantes. Tampoco somos, como se dijo, satanistas. No somos practicantes, pero siempre fuimos católicos. Leandro tomó la confirmación, como casi todos los chicos. No encontró esos libros de Lavey y Crowley en el hogar. Los debe haber conseguido en alguna librería del centro. Por lo que nos dijeron, son de venta libre, ciento por ciento legales. No están prohibidos. Voy a hojearlos. Quiero saber si son tan violentos como afirman los mismos que admiten no haberlos leído; los mismos que nos señalan y acusan.

Lamento lo ocurrido, con todo el corazón. No voy a decir nada a las familias de... a las familias de esos chicos. No porque no quiera, si no porque no tengo palabra alguna. Yo no puedo hacer nada para mitigar su dolor.

¿Podría haber hecho algo antes? Leandro estaba en una etapa difícil de la vida. Se encerraba en su dormitorio. Casi no hablaba. ¿Sus hijos nunca hicieron eso? ¿Nunca los alejaron?

Leandro no fue golpeado, nosotros no creemos en los golpes ni en los gritos. Ni fue abusado, ni violado. Si algo atroz le ocurrió, no fue en mi casa. Ni lo dijo nunca. Ni tuvimos motivos para creer que le pasara algo fuera de lo normal.

Me dicen que debí controlar su computadora, saber qué páginas veía, qué bajaba y qué subía a internet. Yo no sé hacer eso. A duras penas sé encender la máquina. La policía me mostró unas páginas impresas con imágenes de los sitios que visitaba. Sí, tenía interés en... las armas. Pero también en películas, juegos, las mismas cosas que los demás.

Cuando entró a la pubertad se cerró en él mismo. No dejaba que nadie se acercara. Hablaba con monosílabos, pero nunca trajo un problema. Nunca lo tuve que buscar en la comisaría, ni me citaban en la escuela, ni firmé sanciones de ningún tipo.

Algunos dicen que al menos mi hija debió notar algo en él. ¿Pero qué iba a notar? Ella tiene trece años. La acusan de no ver lo que nadie vio; la acusan de no ver el futuro. Nadie pudo prever esto.

¿Se podía evitar? No sé. Él y... y esos otros chicos consiguieron armas, armas que alguien les vendió. ¿Entonces quienes son los responsables? ¿Ellos, por jalar el gatillo? ¿Los vendedores, por tener negocios? ¿Todos los demás, por no ser clarividentes? Algo de responsabilidad también tendrán, creo, quienes les dieran motivos para... para hacer lo que hicieron.

Por favor, no me malinterpreten. No intento justificar a Leandro. Lo que hizo... lo que hizo... está hecho. No les guardo rencor por odiarlo.

Ni les guardo rencor por lo que han hecho con el frente de mi casa. Desde el día del hecho no salimos, hasta hoy, pero los escuchamos. Escuchamos los insultos, escuchamos como pintaban las paredes por la noche, escuchamos... todo. Espero que eso sirva de desahogo a las familias, que les ayude a seguir, a lidiar con las secuelas.

Pero sepan que no merecemos esto. Yo no soy un monstruo, mi esposa no es una puta, mi hija no es... eso que escribieron en mi puerta.

A lo que quiero llegar, lo que quiero que entiendan, es que nosotros también perdimos un hijo. Y no sabemos a quien reclamar.


NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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