UN ADIÓS

>> viernes, 28 de diciembre de 2012


Con manos temblorosas y espíritu vencido toma el vaso. Apoya el borde sobre los labios. Un sorbo se derrama dentro de su boca. El whisky escoces, añejado durante cuarto siglo, quema su garganta. Un cigarrillo, una pitada. La pequeña habitación comienza a llenarse de humo. Palpa la portada de la biblia que tiene a su lado, en la misma cama donde descansan sus huesos, abatidos por el agobio de cien vidas condensadas en cuarenta años.

Balbucea algo. Un padre nuestro mal recitado, cruza de verso religioso con milonga arrabalera. Lo sabe, como sabe que lo que hará es un pecado imperdonable. No le importa. Su dios lo recibirá como a un hijo. Porque Él lo vio. Vio cada intento, cada fracaso, cada angustia, cada pena, cada curda. Y cada bajeza, sí. Cada día en ese trabajo insulso, cada día con esa mujer infiel, cada hora con esos hijos irrespetuosos y cada minuto con esa botella leal.

Apura el trago. Toma su navaja de afeitar. Corta desde el codo a la muñeca. Intenta cerrar el puño. Los tendones rotos lo privan de movimientos voluntarios. Fuma con celeridad. Aprieta la sábana mugrienta. Mira el afuera a través de los barrotes de la ventana cerrada. Comienza a sentirse en paz. Cierra los ojos. Los motores y los gritos, los ladridos de los perros, todo el paisaje sonoro de la ciudad se hace pesado, distante, como los estruendos de una pesadilla en ese punto entre la vigilia y los dominios de Morfeo.

Inspira por última vez. Los aromas del tabaco barato inundan sus pulmones. Está hecho; está listo. Puede volver a la fuente, puede volver con Dios.

Es ahora cuando debe ocurrir. La luz, la calidez del amor del gran arquitecto del universo, sentirse amado, completo.

Pero no. Al final sólo hay oscuridad. Y luego ni siquiera eso

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Eso, en menos de 500 palabras bla bla bla. ¿Les gusta?

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A LOS 16

>> sábado, 10 de noviembre de 2012

Es un hecho, damas y caballeros, niños y niñas, homos sapiens y mutantes: en Argentina, ahora, se puede votar a partir de los 16 años.

Que suene la pirotecnia.

Que suene, mientras La Cámpora invade los colegios con obvios fines proselitistas, algo que sus propios funcionarios prohíben mediante la sanción y ratificación de leyes y decretos.

Este video contiene imágenes de una experiencia camporista en Tandil.



El decreto 2299/11 dice en el artículo 193: 



Prohíbese la colocación de símbolos religiosos o de partidos políticos, en el ámbito de los edificios escolares, excepción hecha de las escuelas de gestión privada confesionales con relación a los símbolos religioso.

Firma Daniel Scioli. ¿Este no era Kirchnerista?

Esta es la reglamentación vigente para la provincia de Buenos Aires. ¿En qué quedamos?

Al parecer quedamos en bombardear la cabeza de los niños y luego darles acceso a las urnas. Mientras poco a poco el famoso, bendito 54% disminuye día a día.

A los 18 no se puede beber en un bar, pero se puede ir a la guerra. A los 16 no se puede salir del país sin autorización paterna, pero se puede votar. Otra de las contradictorias inmundicias del sistema.

¿En verdad se tiene claridad de ideas a los 16 años? Una bomba sólo está hecha para estallar. Una bomba hormonal, lo que es todo adolescente, no tiene otro destino.

¿Alguien va a negar que el sexo se ha utilizado siempre en la militancia? Se usa como herramienta para ganar adeptos, de los “no sabe, no contesta” y de las huestes enemigas. No hay nada nuevo bajo las estrellas.

Mis años adolescentes no están tan lejos como para haber olvidado los días del fanatismo. Defendía ciertas bandas de heavy metal como los fieles defienden el buen nombre de Mahoma. Eso es lo que veo en los jóvenes. Defienden el modelo K, los ya adheridos, como quien ha encontrado su mesías tras una temporada de pie ante las puertas del infierno. Siempre y cuando no interfiera con sus posibilidades de un encame, por supuesto.

¿Lo mismo se aplica al resto? Sí. Pero de ellos he hablado con anterioridad. La llamada derecha (un sector conservador que no logra ponerse de acuerdo). El mecanismo es el mismo con los seguidores de otros, como Pitrola y Altamira, que tienden a llamarse izquierda.

Porque es una simple etapa de la vida.

Y el problema, y por lo que no se nombra a la derecha ni a la izquierda, es que todo lo anterior proviene de un único espacio: los K. Ellos lo impulsaron y lo hicieron para su estricto beneficio. Sea Cristina, sea algún otro, pretenden llegar a los 16 años de gobierno.

Desde los 16, para los 16. Lástima que nunca me interesó la numerología.

Está hecho. ¿Ahora? Ahora deberíamos preguntarnos cuál será la estrategia K para llegar a los 20. Si es que llegan.

La humanidad tiene una infancia larga, un beneficio para todo esto que ves a tu alrededor. Sí, la computadora que usas, las paredes, las ventanas, el escritorio, la taza de café. La civilización y todos sus productos.

En un sentido evolutivo, permanecer más tiempo en la infancia da más tiempo de aprendizaje. A mayor edad, mayor dificultad para aprender las cosas. No se le enseñan nuevos trucos a un perro viejo, por eso nos mantenemos como cachorros más tiempo para tener un mejor arsenal de trucos.

Parece que algunos creen que el tiempo de aprender es el mismo que el de decidir. ¿Han entendido cómo funciona la economía o sólo repiten lo que sus cabecillas dicen? ¿Saben quién fue James Joyce y cuánto ayudó su Ulisses a la liberación femenina o se quedan con Coelho? ¿Pueden hacer un razonamiento propio o se limitan al cassette militante?

Sí, eso pensé.

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Recta final

>> viernes, 9 de noviembre de 2012


Caminamos el tramo final de este blog. En poco tiempo se quitará parte del contenido y cesarán las actualizaciones. Cumplidos los cinco años, el sitio permanecerá sólo para redireccionar a un nuevo espacio, actualmente en construcción. 

Son muchos los motivos que llevan a la clausura del blog. El principal, para quien quiera saberlo, es que creo (C-R-E-O) que ya cumplió su ciclo. 

Es hora de disparar las cosas en otra dirección. Empecé a escribir Una Maldición para un público que consistía en apenas unos cuantos conocidos. Luego creció, no demasiado, verdad, pero puedo considerar que tengo un grupo de lectores. 

Las cosas ya no son de mi agrado. Ahora busco nuevos horizontes y, muy a mi pesar, este espacio ya no es el adecuado. El hecho de adoptar un pseudónimo tampoco ayuda. Quiero empezar de nuevo.

En el sitio que pronto he de inaugurar ya no quedarán trazos de lo anterior. Sólo se volverán a subir artículos, cuentos y algunos de mis libros. Sí, algunos. Otros permanecerán en descarga directa durante un breve período y luego serán quitados. Dudo que algún día vuelva a permitir puedan descargarse/publicarse. Nada más... no quiero verlos de nuevo.

Soy el mismo, pero también soy otro. Ya no quiero dejar de adorno anécdotas de mi vida, historias, indirectas, puteadas encubiertas. En otras palabras, quiero tener una actitud más profesional, si cabe la expresión. 

Por todo lo anterior, la maldición debe ser rota. Pero todavía no. Hay mucho trabajo por hacer.

Terán.

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INOLVIDABLE

>> jueves, 27 de septiembre de 2012



NOTA: Este cuento fue escrito para un concurso. Ya anunciaron la pre selección, donde no figuro, como suele ocurrir. No sé si soy muy mal autor o nada más tengo pésima suerte. Voy a suponer lo primero, al menos de momento. Bajón, de nuevo. Acá tienen este cuento de mierda, por si alguien lo quiere leer. Sigan los enlaces en cada entrada para conocer el "universo expandido" que le hice al texto, para que lo valoraran más. Al pedo.

PS: Para variar, Kohan estaba en el jurado. Ese tipo SIEMPRE está cuando me bochan. Es decir, ese tipo SIEMPRE está. 

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INOLVIDABLE


Timbre. Salgo del aula, mochila al hombro, inadvertida, como un espectro perezoso y torpe, sin carácter suficiente para espantar a los vivos. Camino por los pasillos. Otros comienzan a ocupar el lugar a medida que las puertas se abren. Gritos. Euforia. ¿Un sonido tan simple, un receso tan breve, puede liberar tantas endorfinas? ¿O sólo se comportan acorde a lo que se espera de ellos?

Da igual. Hoy todos ellos son figurantes en mi drama privado. El momento me pertenece. Ya fui una figura pintada en la pared de sus comedias. Ahora es mi turno. Y será grandioso.

Subo la escalera. Me cruzo con tres especímenes interesantes. Por algún motivo no estaban en el aula. No sé sus nombres, apenas si hablan. Pero los nombran mucho. No importa qué les digan, nunca responden. Nunca parecen enojarse. Nunca nada. Son bastante ridículos, todos lo dicen, pero nadie sabe porqué.

Ellos me ignoran. La escalera es bastante ancha, sólo se hacen a un lado mientras bajan, mientras asciendo. Acá no pasó nada; acá no pasó nadie. Y está bien así.

Llego al tercer piso. No hay aulas, sólo sanitarios, oficinas y la biblioteca. Las preceptoras no están. El ordenanza tampoco. Abro la puerta del despacho principal. No cerraron con llave, para mi fortuna.

Dejo la mochila sobre el escritorio, un armatoste del siglo XVIII. Pesa casi doscientos kilos, según la rectora. Servirá. Abro las ventanas, dan al patio. Estoy a unos veinte metros de distancia del suelo. No es un panóptico, pero se puede ver a la mayor parte de los alumnos.
Eso no me importa. Lo relevante es que ellos podrán verme a mí cuando llegue la hora, en pocos minutos.

Me quito el guardapolvo y lo arrojo al piso. Se siente bien, al fin, liberarme del uniforme de la prisión. Abro la mochila. Saco la soga. El nudo está bien preparado, como lo dejé anoche. Amarro un extremo a la pata del escritorio. Lo ajusto. Tiro con fuerza. Resiste bien. Miro el reloj. El recreo terminará pronto. No hay tiempo para demoras. Ajusto el otro extremo de la soga a mi cuello. Hora de abrir el telón. Jamás me olvidarán.

Escucho un estruendo ahí abajo. Me estremece. Alguien grita afuera. Otro estruendo. Y otro. Y otro. Y otro. Más gritos, pánico y dolor, ira y angustia, las emociones casi pueden olerse en el aire.

Corro hasta la ventana. El patio está casi desierto. Hay varias personas ocultas tras un cantero. Hay otros tirados en el piso. ¿Se mueven? Uno sí. Grita un insulto. Alguien se aproxima a él, uno de los tres que crucé antes. Tiene un arma. No duda en apretar el gatillo.
De pronto siento frío. Todo se vuelve irreal, absurdo. Los estallidos de la pólvora y los gritos repiquetean, átonos y pluriformes, en mi cabeza. Mareada, retrocedo. Apoyo las manos sobre el escritorio. Mi respiración es entrecortada. Permanezco estupefacta. Segundos, minutos, horas, no sé cuanto tiempo. Sí sé que la vorágine se aproxima. Los gritos, los estruendos, y ahora también el ruido de pasos en fuga, abandonan la planta baja. Suben. Cerca, cada vez más cerca, hasta llegar a este pasillo. A la puerta. Abren. Son ellos, los tres. Entran.

Los veo hacer gestos, muecas. Supongo que son señales, códigos que sólo ellos comprenden. El más alto camina hasta mí y apoya el caño de su revolver sobre mi frente. Irónico: tengo miedo.

Mira a sus compañeros. El más bajo niega con la cabeza.

–Dejala –dice.
–¿Seguro?
–Sí. “La Chancha” tiene sus propios problemas. No nos necesita.

La Chancha, pienso. ¿Tengo un apodo?

Él baja el arma. La guarda en el cinto. Retrocede. Salen. Murmuran algo. En la distancia escucho sirenas, ambulancias, patrulleros. No
sé si acuden rápido o demasiado tarde.

Miro la soga en mi cuello. La toco con suavidad, como si le regalara una caricia. Vuelvo a la ventana y la cierro. Deshago el nudo. Ya no sirve a ningún propósito.

Soy La Chancha. No necesito morir.  

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¡Papel!

>> sábado, 8 de septiembre de 2012

Cuando decidí utilizar las licencias Creative Commons, mi intención era evitar por todos los medios que se pusiera en pie de igualdad a mis lectores con los criminales. Bajar un archivo no es delito, mal que le pese a los agoreros de siempre. 

En rigor de verdad, nunca pensé que mi trabajo pudiera exceder los amplios, pero limitados, dominios de internet. Una vez más, la realidad prueba mi error.

No sólo sé de gente que imprimió varios de mis libros de modo doméstico (gracias, Cintia C.), si no que ahora me informan de la impresión profesional de un libro mío (cartel compartido con otros dos autores). Se trata de Las Huellas del Olvido, mi primera novela. He aquí las pruebas:





PORTADA






INTERIOR 


El padre de la bestia es Federico Podestá (aka Tuor, editor de las "Crónicas de Regnum", un compilado de relatos ambientados en el mundo del mmorpg Regnum Online; compilado que inicia con mi novela). Las palabras sobran. O no bastan, no estoy seguro.

Esto fue lo último que se publicó con mi apellido legal. 

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No More Mr. Grandson

>> viernes, 7 de septiembre de 2012

A mis queridos lectores:

Ustedes me han acompañado durante los últimos cinco años. No bastan las palabras para agradecerles. Son grandes.

Pero ocurre que a partir de hoy, ya no será publicado nunca un texto de Diego Nieto.

Lo cual no significa que renuncie.

Ocurre que en los últimos días he tomado conocimiento de la existencia de colegas de nombres similares al mío: Alejandro Nieto (ensayista; ed. Ariel & otras) y Alejandro DIEGO Nieto (novelista; ed. Anthema & Lulu.com). Ambos mayores que yo; ambos publicados antes que yo.

Por respeto a ellos, y por evitar confusiones, he decidido adoptar un nom de plume.

A partir de este momento firmaré todo mi trabajo como Diego Terán.

Ya saben: No More Mr. Grandson




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YO, PECADOR

>> sábado, 4 de agosto de 2012


YO, PECADOR


Otoño de 2012. En algún lugar de Argentina.


Es un hombre común. El tipo de hombre que asiste a misa. No desentona con el lugar. Está acompañado por una mujer y dos niñas. Permaneció solemne durante toda la ceremonia. 
Ahora se lo ve impaciente. Incluso tiembla un poco mientras espera su turno para entrar al confesionario. Su compañera habla con las mujeres. Le dan la bienvenida al pueblo. Él apenas si saluda. Ella les explica: es una persona tímida, pero un gran hombre, muy devoto y solidario. Sonríen. Todos.

Tras un tiempo difícil de cuantificar, el tipo entra en la cabina de madera.

–Perdóneme, padre, porque he pecado –dice.

–¿Cuando te confesaste por última vez? –pregunta el sacerdote.

–Hace cinco días.

–¿Y qué hiciste en tan poco tiempo?

–Forniqué y mentí.

–¿Qué tipo de mentira?

–El tipo de mentira que se mantiene hasta la tumba, padre.

Silencio. El cura parece confundido. Frunce el ceño. Tras un momento se frota las manos y comienza a sonreír.

–¿Por qué tenés que mentir tanto tiempo, hijo?

–Porque... porque es como armé mi vida.

–Ajá... ¿pero por qué?

–Porque la gente de la unidad penitenciaria pensó que era lo mejor.

–¿Unidad penitenciaria?

–Sí, para menores. Salí a los 21 años.

–¿Qué hiciste?

–Maté. Pero creo que Dios ya me perdonó por eso.

–Hijo... ¿a quién carajo mataste? –dice el cura, severo, cabreado.

–A... a varios compañeros de colegio.

El sacerdote saca, de un bolsillo, su celular y activa una de las funciones: grabar audio.

–¿Cuando mataste a esos compañeros?

–Fue hace mucho... ¿usted lee los diarios?

–Sí.

–¿Se acuerda de... de la masacre de Rander, en el '99?

–¿La de Los Tres Chalados?

–Sí... esa.

–Me acuerdo, me acuerdo. Seguí.

–Bueno... yo soy Raúl Silana.

–¿Quién?

–¡El que sobrevivió!

–Ah... ya veo. No grités.

–Está bien. Perdone, padre. Es que hablar de esto...

–Te entiendo, hijo. Pero explicame. ¿En qué mentís?

–Mi nombre, padre. Ahora me llamo Raúl Lanasi.

–¿Nombre legal?

–Sí, me lo cambiaron antes de entrar a la unidad penitenciaria. Nadie sabía quién era. Les dije que estaba adentro por robo. No me creyeron.

–Ajá. Pero si ahora te llamás así no es una mentira.

–No... pero le miento a todo el que conozco. Nunca digo quién soy... qué hice. Ni mi mujer sabe nada sobre todo eso. Ella cree que fui a la escuela en un pueblo del sur y que me mudé a la ciudad a los 21 años, cuando murieron mis padres; cuando me liberaron.

–Hijo... ¿cuanta gente mataste?

–Creo que cuatro. No estoy seguro. Eramos tres... yo... padre....
Raúl solloza. El cura se cubre la boca para reprimir una carcajada. Cuando logra contenerse retoma la palabra.

–¿Por qué los mataste, hijo?

–Planeamos todo durante casi un año. Los dos que fallecieron eran mis únicos amigos. Nos jodían todo el tiempo. No les decíamos nada porque después era peor. Ellos eran muchos, nosotros no. Afuera también era jodido. En mi casa era jodido. No sabíamos qué hacer. Yo esperaba tocar fondo, pero el fondo no llegaba. Cada vez estaba peor. Un día le pegaron a Leandro porque sí. Según ellos era la chota, por el cumpleaños. Era mentira. Había cumplido cinco meses antes. Nada más tenían ganas de pegarle a alguien y nosotros estábamos ahí.

–¿Entonces?

–Ahí decidimos que teníamos que matarlos a todos. Al principio era una fantasía. Hablábamos de eso para hablar de algo. Planeábamos como sería para ocupar el tiempo. Conseguimos las armas para no cruzarnos de brazos. Y un día le pegaron de nuevo a Juan, igual que a Leandro, por nada. Al otro día... pasó lo que pasó.

–Les dispararon a los que les hacían la vida imposible.

–A todos los que nos cruzamos. Recorrimos cada piso, revisamos los baños, las aulas, todo, hasta llegar a la rectoría. Fue muy raro eso. Es gracioso, creo.

–¿Qué cosa es graciosa?

–Cuando entramos a la rectoría había una compañera de nuestro curso. Pero no estaba asustada. No se escondía. Tenía una soga al cuello. La Chancha, así le decían, se estaba por suicidar.

–¿Y ustedes que hicieron?

–La dejamos.

–No le veo la gracia.

–Que La Chancha se llamaba Agustina Mola.

–Igual que la modelo.

–Es la modelo.

–¡¿Era gorda?!

–Obesa.

–Ah, mierda.

–Sí, yo dije lo mismo cuando la vi en la tele.

–Terminá de contarme. ¿Qué pasó después?

–Salimos de la rectoría y discutimos. Empezamos a escuchar sirenas. Juan quería enfrentar a la policía. Leandro decía que podíamos escapar. Yo quería salir vivo. Cada uno hizo lo que quiso. Leandro bajó las escaleras y no lo volví a ver. Supe que alguien le quebró el cuello, pero nunca lo resolvieron.

–¿La policía?

–Supongo. No sé quién más podría hacer algo como eso.

–¿Y el otro?

–Juan enfrentó a la policía, como quería. Los escuché desde abajo cuando se tiroteaban. Hirió a uno en una pierna. Lo acribillaron. Yo me había ido a la puerta. Tiré todas las armas y me arrodillé con las manos atrás de la nuca. Me llevaron a los golpes, pero respetaron mi vida. 
Creo que se imagina el resto.

–Contame igual.

–Psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales. Y cinco años de encierro en una unidad de menores. Ahí, enjaulado, descubrí a Dios. Él me perdonó por esto.

–¿Entonces por qué lo confesás?

–Por todo lo que se dijo, Padre. No pasó porque me molestaban en la escuela, ni porque no tenía novia, ni porque pude comprar un arma, padre. Los demás no son responsables. Todo fue por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Yo no me puedo perdonar. Me carcome todos los días. Tengo pesadillas muy seguido.

–Entonces yo no te puedo absolver por esto.

–No, deme la absolución por las mentiras.

–Un padre nuestro, un ave maría. Podés ir tranquilo.

El cura mira el celular. Vacila. Estira la mano, lo roza y cierra el puño. Baja la mano y la pone sobre una de sus rodillas.

–Gracias, padre. Lo veo el domingo que viene.

–El martes.

–¿Cómo?

–El martes necesito ayuda para pintar el atril. ¿Podés venir?

–Sí, padre. Sí puedo –murmura Raúl.

El tipo, tan normal, abandona el confesionario y se reune con su mujer. Ella no tiene nada que confesar, sus hijas son pequeñas, al parecer. Salen del edificio. A él se lo ve distendido.
El cura se dirige a su oficina. Sirve un vaso de vino tinto y lo bebe de un trago. Enciende un cigarro y hace una llamada telefónica.

–¿Hola, Martinez? Sí, habla el padre Romualdo... ajá, pasa que me trasladaron a un pueblo, ya no atiendo a los de Palermo. Pero igual, te tengo una bomba. ¿Te acordás de los Tres Chalados? Los Tres Chalados, esos del tiroteo en una escuela, en el año '99. ¿Viste que hubo uno que se entregó? Bueno, se confesó conmigo. Sí, quedate tranquilo, grabé todo. Te va a servir para el rating. ¿Cuanto? Escuchalo y después arreglamos. Dale, un abrazo, saludos a Jorge y a Luis.

Cuelga. Sirve otro vaso de vino. Abre el navegador en su notebook. Tipea cuatro palabras en el buscador: “Agustina Mola en bolas”.



NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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LA PALABRA DEL PADRE

>> viernes, 3 de agosto de 2012


LA PALABRA DEL PADRE


Es difícil comenzar. Supongo que debería darles las buenas tardes o agradecerles por venir. 
Pero no sé si quiero que ustedes tengan una buena tarde. En todo caso, quiero que tengan una tarde como la mía. Tampoco me dan ganas de agradecer su presencia. Antes de sentarme acá, frente a los micrófonos, alguien intentó atacar a mi hija menor. Todos sufrimos demasiado. Todos.

Quisiera aclarar una o dos cosas. En primer lugar, yo no le enseñé a mi hijo, ni a nadie, cómo disparar un arma. Nunca lo llevé a cazar. Yo mismo jamás tuve un arma en la mano. No sé usarlas y no me gustan. No sé de donde sacó mi hijo ese revolver.

Tampoco le inculcamos ideas fascistas. Yo soy peronista, como mi padre. Nunca hablé de política con mi hijo ni le di una biografía de Mussolini, ni ese libro de Hitler ni, mucho menos, la revista Cabildo, que ayer supe que existía. En mi casa nunca se habló bien de Videla porque nunca se habló de Videla.

Ni mi mujer ni yo somos racistas. Ni homofóbicos. Ni nos molestan los inmigrantes. Tampoco somos, como se dijo, satanistas. No somos practicantes, pero siempre fuimos católicos. Leandro tomó la confirmación, como casi todos los chicos. No encontró esos libros de Lavey y Crowley en el hogar. Los debe haber conseguido en alguna librería del centro. Por lo que nos dijeron, son de venta libre, ciento por ciento legales. No están prohibidos. Voy a hojearlos. Quiero saber si son tan violentos como afirman los mismos que admiten no haberlos leído; los mismos que nos señalan y acusan.

Lamento lo ocurrido, con todo el corazón. No voy a decir nada a las familias de... a las familias de esos chicos. No porque no quiera, si no porque no tengo palabra alguna. Yo no puedo hacer nada para mitigar su dolor.

¿Podría haber hecho algo antes? Leandro estaba en una etapa difícil de la vida. Se encerraba en su dormitorio. Casi no hablaba. ¿Sus hijos nunca hicieron eso? ¿Nunca los alejaron?

Leandro no fue golpeado, nosotros no creemos en los golpes ni en los gritos. Ni fue abusado, ni violado. Si algo atroz le ocurrió, no fue en mi casa. Ni lo dijo nunca. Ni tuvimos motivos para creer que le pasara algo fuera de lo normal.

Me dicen que debí controlar su computadora, saber qué páginas veía, qué bajaba y qué subía a internet. Yo no sé hacer eso. A duras penas sé encender la máquina. La policía me mostró unas páginas impresas con imágenes de los sitios que visitaba. Sí, tenía interés en... las armas. Pero también en películas, juegos, las mismas cosas que los demás.

Cuando entró a la pubertad se cerró en él mismo. No dejaba que nadie se acercara. Hablaba con monosílabos, pero nunca trajo un problema. Nunca lo tuve que buscar en la comisaría, ni me citaban en la escuela, ni firmé sanciones de ningún tipo.

Algunos dicen que al menos mi hija debió notar algo en él. ¿Pero qué iba a notar? Ella tiene trece años. La acusan de no ver lo que nadie vio; la acusan de no ver el futuro. Nadie pudo prever esto.

¿Se podía evitar? No sé. Él y... y esos otros chicos consiguieron armas, armas que alguien les vendió. ¿Entonces quienes son los responsables? ¿Ellos, por jalar el gatillo? ¿Los vendedores, por tener negocios? ¿Todos los demás, por no ser clarividentes? Algo de responsabilidad también tendrán, creo, quienes les dieran motivos para... para hacer lo que hicieron.

Por favor, no me malinterpreten. No intento justificar a Leandro. Lo que hizo... lo que hizo... está hecho. No les guardo rencor por odiarlo.

Ni les guardo rencor por lo que han hecho con el frente de mi casa. Desde el día del hecho no salimos, hasta hoy, pero los escuchamos. Escuchamos los insultos, escuchamos como pintaban las paredes por la noche, escuchamos... todo. Espero que eso sirva de desahogo a las familias, que les ayude a seguir, a lidiar con las secuelas.

Pero sepan que no merecemos esto. Yo no soy un monstruo, mi esposa no es una puta, mi hija no es... eso que escribieron en mi puerta.

A lo que quiero llegar, lo que quiero que entiendan, es que nosotros también perdimos un hijo. Y no sabemos a quien reclamar.


NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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CODENAME: LOUP

>> martes, 31 de julio de 2012

CODENAME: LOUP


Entrevista fechada el 01/07/12

Pacté esta entrevista ayer. La mujer fue un poco reticente, pero aceptó hablar conmigo. Es la única pista que nos queda. Si Florencia H. no puede decirnos nada sobre él, si en verdad no hay más rastros, me temo que tendremos que dar por finalizada la investigación en torno al sujeto conocido como “Loup”.

Toco el timbre. Atiende ella. Es una mujer de unos treinta años, bastante atractiva. Me recibe con cierto recelo. Ofrece café, acepto. Tomo asiento en el living. Enciendo el grabador.

¿Qué recuerda de esa mañana, Florencia?

No mucho. Salí al recreo cuando sonó el timbre. Fui directo al baño, a fumar un pucho con Romina, la chica que le dio mi número. Adentro había varias. Nosotras...

Disculpe que la interrumpa, pero Romina mencionó un incidente previo a ingresar al baño.

Ah, sí. ¿Le importa eso?

Mucho.

Bueno. Cuando salimos del aula había poca gente en el pasillo. Nosotras hablábamos de nuestros asuntos, no prestamos atención. Entonces pasó él.

Loup.

Sí, ese. Me chocó. Corría como loco y me chocó. Yo me fui al piso. Le tiré una puteada, no sé si me escuchó.

La interrumpo de nuevo, Florencia. ¿Loup era el apellido?

No sé. Le decían así, pero nunca supe si era un apodo raro o el apellido. Tampoco me importaba.

¿Qué sabe de él?

Iba a quinto año. Alguien me dijo que la familia tenía mucha guita, pero no me acuerdo que tuviera algo que los demás no. Tampoco lo conocí bien.

¿Era popular en la escuela?

Era... llamativo. Una vez tiró a un preceptor por una escalera.

¿Sabe por qué?

No. Le habrá dicho algo que no le gustó, vaya-a-saber.

¿Era violento, entonces?

Era bastante rebelde. Se rumoreaba que él estaba detrás de todas las amenazas de bomba a la escuela. También se decía que le había roto el auto a la directora. Chusmeríos, más que nada.

¿Nada en concreto?

Lo que pasó ese día es todo lo que le puedo decir.

Siga, Florencia.

Yo quedé en el piso y lo puteé. Romina me ayudó a levantarme. Él ni se dio vuelta. Seguimos para el baño. Yo me acuerdo que me llamó la atención que él siguiera como si nada, como si yo no hubiera estado ahí.

Pausa. Me mira. Le hago una seña. Sigue, como si necesitara mi aprobación.

Entramos al baño. Había varias. Eramos siempre el mismo grupito. Yo tenía la pierna dolorida del golpe. Prendimos dos puchos para las cinco que estábamos. Hacíamos la nuestra sin joder a nadie. Estaba bien. Cuando se terminó el primer cigarrillo escuchamos el estruendo. Nos asustamos. Salimos a ver que había pasado. La gente corría hacia el patio para mirar y hacia adentro, para escapar.

Se detiene. Tiembla un poco. Me mira. Esta vez no le hago seña alguna, sólo la contemplo.

Y bueno... salimos para ver qué pasaba. Al principio no parecía nada raro. Entonces escuchamos el segundo disparo. Los que estaban afuera salieron, fue una estampida. Josefina, una de las chicas que estaba con nosotras, se cayó al piso. Casi la aplastaron. Romina se pegó a una pared. Yo me moví y los vi. Eran los tres. ¿Ya sabe esa parte, no?

Sé esa parte, Florencia. Prosiga.

Uno, el más grande, Santoro se llamaba, tenía un arma. Una de esas que usaba “Harry, el sucio”. No sé...

Magnum .44

Eso, magnum. Tenía ese revolver inmenso, a los otros los vi con escopetas. Se habían manchado con sangre. Gritaban... cosas. Fue muy feo.

Asiento, serio. Intuyo muchos años de psicoanálisis en esa mujer. Me mira. Sostengo su mirada. Tiembla un poco. Sigue.

Varios corrían. Santoro parecía interesado en uno. Le quiso tirar por la espalda, pero falló. Dos veces. La tercera sí le dio, pero no lo mató. Le voló una rodilla. Quise buscar a Romina, ahí ya no la vi más. Me tiré al costado de un cantero. Quería que pensaran que estaba muerta. Santoro se acercó al otro, su víctima. Le dijo algo. No sé bien qué. Sobre la especie, sobre devorar a los heridos. El otro lo puteó. Vi cómo su cabeza estallaba. No me dio miedo. Lo que me asustó fue la cara del verdugo. No había ira. Ni odio. Ni tristeza. Nada. Estaba frío, sin emociones, como una máquina. El vacío...

Está a punto de quebrarse. Cierra los ojos. Inspira. Se toma un segundo. Pasa ambas manos por su cabello.

Me quedé ahí. Ellos siguieron, no me prestaron atención o no me vieron. Escuché varios disparos más. Entraron al salón principal, del que yo salí. Tiros, tiros, tiros. El sonido se alejaba. Yo estaba mareada, descompuesta. Pude sentir como la orina me mojaba. No sabía si subían o si iban a la puerta. Me paré y corrí. Vomité al ver...

Se detiene.

¿Le importa mucho esa parte?

Omita lo que no crea relevante. La masacre en sí no nos interesa –digo a riesgo de sonar insensible.

Me sonríe. Creo que entendió que le hago un favor.

Salí del salón y traté de llegar a la puerta. Los tiros pararon. Pensé que iba a poder escapar. Aborté la huida cuando escuché más estruendos. Me me metí en un baño de ordenanzas, en la planta baja. No pude trabarlo, no tenía con qué. Me tiré en un rincón hecha un bollo, con la esperanza de que todo terminara pronto. El tiempo pareció detenerse para mí. Más tiros. Sirenas. Escuché una corrida afuera. No quise mirar. Me metí en un baño individual. La puerta estaba rota, quedó entreabierta. Me subí al inodoro. Pensé que así, tal vez, no podrían verme si entraban. Pasó un rato...

Le resulta difícil respirar y se le nota. Me mira, angustiada, destruida. Aunque quisiera no podría ponerme en pie y contenerla. Debo permitirle terminar su relato. Debo saber.

No sé cuanto tiempo pasó. Escuché unos pocos disparos más. Casi de inmediato alguien entró al baño. Lo vi: era Santoro.

¿Conservaba el arma? –pregunto.

Sí. Lo vi cargarla. Tenía una riñonera con munición. Se lavó la cara en la pileta y se miró en el espejo. Sonrió. El hijo de mil puta sonrió.

¿Y luego, Florencia?

Luego entró él.

Loup.

Loup. Loup entró. No fue una entrada de pánico, a las corridas, no parecía buscar un lugar para esconderse. Ni fue de película. Fue muy tranquilo. Abrió, entró y cerró, como si nada más fuera a usar el baño; como si fuera un día cualquiera. Santoro estaba sorprendido. Le preguntó que qué hacía ahí. Loup le dijo que lo buscaba. Ahí Santoro le apuntó con el arma. Yo me mordí la lengua y me cubrí la boca con ambas manos. Santoro lo insultó. Loup le dijo que se rindiera, que todo había terminado. Santoro lo amenazó con matarlo...

No pare ahora, Florencia.

Loup le dijo... que no iba a disparar. Que si quisiera tirar ya lo hubiese hecho. Entonces le metió una trompada. Santoro cayó. Loup tomó el arma y lo pateó varias veces en las costillas. Se paró atrás, lo tiró del pelo hasta dejarlo de rodillas y le puso una mano en la sien y la otras a la altura de la mandíbula. Le dijo algo, no sé qué. Entonces escuché un ruido raro, como a algo que se rompía.

¿Como un hueso?

Como un hueso.

¿Y luego?

Mierda.

¿Cómo?

Mierda. El aire se llenó de olor a mierda. Loup jadeaba. Parecía cansado. No le importó mucho. Se cargó a Santoro al hombro y empezó a caminar. Paró en la puerta un segundo, como si dudara. Y entonces me habló.

¿Qué le dijo, Florencia?

–“Terminó todo. Ya podés salir”. Él se fue. Yo no me pude mover. Es lo último que recuerdo. Perdí el conocimiento. Desperté en el hospital varias horas después. Sedada. Me dijeron que la policía me encontró en el baño.

Lo mató a sangre fría, entonces.

No sé... al día de hoy creo que Santoro se lo merecía. Trato de no pensar en él.

En Santoro.

En ninguno de los dos.

Asiento. Bebo un sorbo de café, apenas si toqué la taza. La información que tengo no es gran cosa, pero al menos ya sé algo más de Loup: puede matar y ha podido desde siempre. O desde la adolescencia, al menos.

¿Me puede decir algo más, Florencia?

¿Sobre él? Nada. No lo vi más. Muchos no volvimos a la escuela ese año. Yo me cambié de escuela. Era un misterio todo este asunto. Nadie tenía claro quién había matado a Santoro. Ni el padre, cuando habló, ni la policía, ni la gente. No lo resolvieron. Le conté a Romina y decidimos no decir nada.

Porque se lo merecía.

Porque Loup nos daba miedo.

Entiendo.

Me pongo de pie. Apago el grabador.

¿Eso es todo?

Eso es todo, Florencia.

La plata...

La vamos a depositar de inmediato, como acordamos. Y quédese tranquila, no vamos a revelar lo que me contó. Que tenga buen día.

Comienzo a salir. Me urge comunicar esta información a mi jefa. Le interesará.

Espere. Deje que le pregunte algo.

Me detengo.

¿Por qué quieren saber sobre todo esto? Pasó hace tanto...

Florencia, a mí me pagan por preguntar y por guardar secretos, ¿entiende?

Sí, pero...

Sin peros. Olvide a Loup, olvide esta entrevista. Disfrute su dinero.

Abandono la casa sin más palabras. Camino hasta el auto. Quisiera darle una respuesta a Florencia, pero no sé cómo expicarle lo que ese hombre ha hecho, en lo que se ha transformado. Ha matado al menos otras dos veces y, creemos, volverá a hacerlo. Ha participado en muchos ilícitos. Es posible que tenga un plan mayor. Y ni siquiera tenemos claro cual es su nombre. Sólo tenemos una foto, anécdotas, testimonios que lo vinculan con los hechos. Y esa palabra, nombre código o apellido, Loup.





NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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Los Tres


LOS TRES


Crónica publicada el 22 de octubre de 1999


ELLOS

Juan Sebastián Cazarotti. Diecisiete años. Metro setenta. Aficionado a la literatura fantástica. Fanático de la banda alemana Rammstein. No le gustaban los deportes. Perfil bajo. Estoico. Murió de un tiro en la frente.

Raúl Silana. Dieciseis años. Metro setenta y cinco. Le gustaba Marilyn Manson y los videojuegos. Jugó al fútbol hasta 1996. Solitario. Reservado. Perfil bajo. Estoico. Está alojado en los tribunales.

Leandro Santoro. Dieciséis años. Metro ochenta. Poseedor de libros de Anton Lavey y Alistair Crowley. No parecía gustarle la música. Perfil bajo. Estoico. Fue hallado con el cuello roto.

JUNTOS


Cazarotti, Silana y Santoro se conocieron en 1996, cuando iniciaron sus estudios secundarios. Sus compañeros afirman que se reunieron de modo natural. En esas aulas los cómicos forman un grupo bien definido. Los prepotentes, las lindas, las feas, los deportistas, los estudiosos, todos se unen, todos forman facciones. No es de extrañar que los solitarios se acompañen al alimentar sus silencios.

Solían ser blanco de las ocasionales burlas de los alumnos. Un defecto físico, ropa anacrónica, un grano en el rostro, cualquier hecho, por nimio que sea, puede disparar las agresiones de los adolescentes.

No hablaban en clase ni se los veía hablar con nadie en los pasillos. Respondían a las preguntas, pero no iniciaban conversaciones, según docentes y estudiantes. Algunos creen que el mutismo era una estrategia, un método para pasar inadvertidos. No funcionó.

No se los vio jamás en ninguna de las pocas reuniones sociales a las que fueron invitados. Ni en locales bailables. Ni en actividades extracurriculares.

No hay grandes certezas sobre ellos. Una joven cuenta que vio llorar a Silana un día cualquiera. Un profesor dice que encontró a Santoro, en el baño, con un cigarrillo encendido. 
Una ordenanza asegura que Cazarotti era educado y la saludaba al entrar al edificio.

Es todo lo que sabemos sobre ellos. Sin anécdotas, sin entradas a la comisaría, sin sospechas. Nadie podría haber imaginado lo que tramaban.

NOS

La sociedad ahora habla de los tres. Delincuentes. Satanistas. Drogadictos. Se cruzan las miradas, se pactan culpabilidades: Marilyn Manson y por extensión el rock & Roll; esos libros raros y sus mundos de ensueños; las drogas, el alcohol, la pornografía; Lavey, Crowley, Satanás; ellos, ustedes, nosotros no.

Preocupa saber cuán fácil fue para tres adolescentes conseguir armas de fuego. Pero más preocupa el no entender lo ocurrido. A falta de fusiles, afilados los puñales.

Un monseñor chilla, histérico, que sólo hay dos culpables: El diablo y la democracia. Un periodista le regala la razón. Otro, se la quita y centra su mira en la televisión, los videojuegos, las computadoras, los bares. Una madre dolida arroja la frase lapidaria desde la cadena nacional: fueron ellos, ellos y sólo ellos. Los tres.

MATARON

La mañana dejó catorce muertos: dos de los victimarios, ocho chicas, cuatro chicos. Cazarotti, líder del trío, murió mientras intentaba enfrentar a la policía. Silana se entregó. Santoro escapó de los uniformados. Fue hallado cerca de la salida, con el cuello roto. Nadie asumió responsabilidad por ese último homicidio.

Se logró recuperar el revolver, la pistola y las escopetas utilizadas durante la masacre.
Mientras tanto, en la ciudad de luto, doce familias destruidas claman por la sangre de otras tres.

A TODOS

Mañana por la tarde Daniel Santoro dará una conferencia de prensa en el centro comunitario 156 de esta ciudad. Su objetivo es, por un lado, exponer su punto de vista sobre los hechos y, por el otro, invitar a un diálogo pacífico entre las partes afectadas.

La cita es a las 18 horas.


NOTA: Este texto forma parte de una serie de relatos breves. El primero participa en concurso y no podrá ser publicado hasta la divulgación del fallo, por lo que pido disculpas a mis fieles lectores. Sigan los enlaces en cada entrada. En especial si vos, que lees esto ahora, sos jurado de cierto concurso.

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Víctimas | Primera parte

>> viernes, 15 de junio de 2012


Nadie nos vio aquella noche, perdidos en los laberintos de concreto de la gris ciudad. Nadie nos vio bajo la ennegrecida bóveda celeste, nadie nos vio bajo la tenue garúa de la madrugada, fundidos en carne y sudor, travestidos en Eros en el seno de Thanatos. Nadie nos vio, furtivos como cazadores, traspasar los muros con manos temblorosas, respiración entrecortada y entrepiernas húmedas. Nadie contempló nuestro ritual, oscuro y hierático, espantaviejas y torturamojigatos. Nadie supo lo que hicimos a espaldas de todos. Incursores. Rebeldes. Irrespetuosos. Sacrílegos. O, nada más, dos pelotudos de antología.
El ocaso de aquel día me encontró rendido sobre el sofá. Releía a Camus. No por placer, por deber. Debía releer porque no pude pagar la factura de internet. Hubiera preferido perder mi tiempo con otras actividades, menos productivas pero más gratificantes.
Cuando Meursault jalaba el gatillo en la novela del genio francés, sonó el teléfono. Odié pararme, buscar el aparato en el caos ordenado de mi escritorio y atender sin pista alguna respecto a la identidad de quien osaba sacarme de un mundo de ensueños ajenos. Quizás no debí hacerlo.
Super-compu-mundo-hiper-mega-red, Santiago Gorlin, vicepresidente junior al habla. ¿En qué puedo ayudarlo? –dije.
¿Ah? ¿De tanto escribir te volviste loco, Gorlin?
No, ya estaba. No culpo a la literatura por mi demencia. ¿Quién habla?
José Pérez.
¿El Flaco Pérez?
Sí... me sobra el apodo, pero soy yo. ¿Cómo andás?
A pie. ¿Vos?
En moto, como siempre. Escuchame, esta noche nos vemos.
¿Esta noche?
Sí.
Hace cuatro años que no te veo, Flaco. ¿Me llamás para informarme que nos vamos a ver? ¿Es una orden o le robaste la bola de cristal a esa novia tan mística que tenías? Cómo era que se llamaba...
Marcela. Y ahora es mi esposa.
Uh, nunca supe qué carajo le viste a la gorda esa. ¿El padre era el dueño del taller donde laburabas, no?
Eh... sí, Santiago.
Creo que entiendo...
Ajá...
¿La gorda está al lado tuyo, no?
Podría decirse que sí.
Je, mandale saludos de mi parte. –Apenas logré contener la risa.
Bueno, bueno. Escuchame, esta noche nos juntamos todos los de la yunta.
¿Para?
Se reunió Voracius, la bandita que tenían los pibes.
Ya no me gusta el death metal progresivo con influencias celtas, Flaco –dije, un tanto fastidiado.
¿Y antes sí?
Antes tenía más ganas de mentir y decirles que sonaban bien.
Santiago, nos vamos a juntar todos. Todos, todos.
¿Todos?
Todos.
¿Micaela y Yanina también?
Se nota que las extrañás.
A ellas no, lo que extraño...
Sí, sí. Ya sé, dejalo ahí. –Hizo una breve pausa.
¿Flaco?
Yanina no va. Hace poco tuvo su segundo hijo. Ahora es una señora de su casa. Y Mica está en desintoxicación.
¿De nuevo?
Sí. Eso me dijo el padre.
¿Antes o después de amenazarte de muerte?
Antes y después.
Ya veo.
Silencio. Intuí que todo estaba dicho. Recordaba a esas dos mujeres en los que deben haber sido sus mejores años. Esbeltas, delgadas, atractivas, adictas al cuidado estético y los excesos.
¿Estás ahí, Santiago?
Sí, sigo acá, Flaco. ¿Me decías?
Ellas dos no van, eso seguro. Pero el resto, vamos casi todos.
¿Casi?
Enterraron a Pato Loko en noviembre.
¿Qué le pasó?
Lo chocó un auto. Y Magalí se suicidó hace como dos años.
¿Posta?
Sí. Un bajón.
Pero bueno, así están las cosas.
Me senté en el piso, junto a la pared. Miré el techo.
Santiago, ¿vas a ir?
¿Por qué me avisás tan sobre la hora?
Es a la noche, tenés tiempo.
Sí, pero contactar al resto te debe haber tomado días.
Sí...
Me dejaste para el final. ¿Algo en particular?
No. Vi tus cosas en las librerías.
Cosas, pensé.
Yo sé que te va bien. A los otros tenía que buscarlos.
Y a mí me encontrabas fácil.
Eso, sí.
...
¿Vas a ir?
¿Dónde es?
Zacte. Un bar en el centro.
Ando mal de guita, Flaco.
Es gratis.
Headshot.
Ah, bueno, entonces...
¿Te paso a buscar?
Y...
Dale, loco. Va a estar bueno.
Está bien. ¿Te acordás dónde es mi casa?
Sí, sí. A las nueve estoy allá. ¿Te parece?
Miré el reloj. Tenía varias horas para alistarme; tenía varias horas para hallar una excusa.
Sí. Te espero.
Te dejo, Santiago. Tengo unas cosas que hacer acá en casa. Un abrazo.
Abrazo –dije y corté la llamada.
Dejé el teléfono a mi lado y bajé la mirada. Observé mi ropa. Jean azul roto. Botas de combate. Torso desnudo. Todo lo anterior cubierto por una bata azul. Me puse de pie y caminé hasta el baño. Me miré en el espejo. Barba de diez días. Ya no recordaba cuando había afeitado mi cabeza por última vez. ¿Un mes? ¿Más? No podía saberlo. Chequeé la máquina de afeitar. Tenía carga. El vello facial cayó rápido. El cuero cabelludo tomó un poco más de tiempo. Cuando consideré que estaba listo me saqué la ropa e ingresé a la bañera. Dejé que el agua caliente limpiara de mi piel los restos de cabello. Higienicé mi cuerpo en unos cuantos minutos, cepillé mis dientes y salí del baño, ya envuelto en una toalla. Elegir la ropa fue fácil. Otro jean. Otras botas de combate. Una remera negra. Subí la calefacción y dejé a mano una campera de cuero. Estaba listo. Aunque algo fallara, no tendría que perder mi tiempo ni el de un tercero. Regresé al sofá y comencé a buscar la excusa perfecta, el pase libre para evitar toparme con esos odiosos seres humanos.
Bajo la diáfana luz de mi estudio esperé por algo, una señal, una epifanía, un incendio, un grito de auxilio. Lo que fuera. Nada se presentó. No obstante mantuve mi fe. Me ahogó la esperanza. Bebí anhelos. Tragué ensueños. Digerí ingenuidades. Y cagué miseria.
Mi silencioso mantra, mi pasiva invocación a algún djinn capaz de arreglarlo todo sin participación forzosa del interesado, fue roto en pedazos a causa del estruendo del timbre. Atendí la puerta. Me odié por hacerlo. Podría haber permanecido en total silencio y esperar hasta que el entrometido abandonara el acceso a mi casa. Podría.
Abrí y el aire frío del afuera chocó contra mi rostro, quizás a modo de advertencia.
Llegás temprano, Flaco –dije.
Es la hora –dijo él y se encogió de hombros. Había ganado un poco de peso.
Miré a mis espaldas un reloj de pared. Tenía razón, eran las nueve de la noche. Lo miré e hice una seña con la cabeza. Él asintió e ingresó.
¿Estás listo, Santiago?
Sí... pasa que perdí el sentido del tiempo.
¿Qué hora pensaste que era?
No importa –dije mientras me abrigaba.
Veo que tenés la misma campera de siempre.
No respondí. Revisé los bolsillos del abrigo en busca de ausentes. Tenía todo lo que necesitaba. Subí el cierre y le señalé la puerta.
Vamos, Flaco. No quiero llegar tarde.
Abandonamos la casa y nos dirigimos a la calle. El viento nocturno casi lastimaba. Miré a las alturas, las encontré teñidas de rosa y gris, augurio de tormentas venideras, presagio de tempestades próximas. O sólo la advertencia de buscar un paraguas. ¿Quién podría decirlo? A mí no me importaba lo suficiente. No tenía paraguas.
¿No notás nada nuevo? –dijo El Flaco cuando llegamos a su vehículo.
¿Moto nueva?
Seh, la compré hace tres meses.
Está buena –dije.
Él soltó una carcajada. El eco de una calle cuasi desierta me atormentó durante varios segundos. O tal vez no hubo eco y sólo amplié, con mi imaginación, la tristeza de aquel momento que no quería vivir acompañado y en el afuera.
Seguís sin saber nada de motos, ¿no?
Exacto –respondí.
Dale, subite.
Él se sentó. Esperé a que diera arranque al motor y me senté también. Manejó por calles poco transitadas, que le permitían acelerar sin preocuparse demasiado por una posible colisión. Lo odié. Me costaba respirar y el viento parecía cortar mi piel. Hijo de puta.
Tras un viaje de unos veinte minutos llegamos al centro. Bajó la velocidad. Maniobró entre autos y camionetas, entre colectivos y camiones, hasta llegar a un antro que conocí en otro tiempo. Estaba muy cambiado. Ya no había vidrios sucios, la pintura no se caía de las paredes, no emanaban olas de humo y monóxido de carbono desde el negro interior. El local había sido refaccionado por completo. Piso de madera, iluminación cenital, vidrios claros. Sobre la puerta de entrada, un cartel de luces fluorescentes, una reminiscencia del pasado brillaba, escarlata y espectral.
Zacte –leí, no sé por qué, en voz alta.
¿Te gusta?
Antes era... distinto.
Nosotros también, Santiago. Nosotros también.
Lo miré y asentí. Entramos. Cerca de la puerta, en un pequeño escritorio, me topé con el primer rostro conocido.
¡Miren quién resucitó! –gritó
¡Salamandra! –exclamé al verlo.
Ahora me dicen Mauricio –acotó y se puso de pie.
Nos abrazamos.
¿Qué hacés acá?
Trabajo acá. Yo les conseguí el lugar para que toquen. No te esperaba, loco –dijo. No pude precisar el significado de la expresión en su rostro. ¿Era alivio o decepción?
El Flaco me pasó a buscar. ¿Cuanto es la entrada?
Para vos, gratis.
¿Y para los demás?
También.
Desvié la mirada, sin mover la cabeza, hacia la izquierda, hacia varios pequeños grupos de personas reunidas en círculos. Reconocí a varios antiguos compañeros de andanzas.
Ya vengo –dije.
Dale.
Caminé hacia el centro del recinto. Miraba el piso. Sentía un extraño malestar en el estómago. Mi esfínter siempre ha sido muy fuerte, pero eso no me tranquilizaba. Ahí había luces, demasiadas luces y ninguna sombra para guarecerme, ningún modo de evitar a los funestos y ruidosos humanos. Para qué vine, pensé. Me imaginé a salvo en mi guarida, lejos del mundo, lejos del ruido, a un lado de los estruendos de los motores, del ensordecedor hablar de hombres y mujeres abatidos por vidas que no planearon, que deben cargar como cruces. O como yunques.
Me arrepentí. No sólo de ir, si no también de aquella idea, de aquel anhelo. Lo hizo todo más difícil. Resignado, acepté que no podía escapar. Al menos no de momento.
Saludé a un conocido; los saludé a todos. Manos para los hombres, besos para las mujeres, abrazos para quienes una vez fueron cercanos. Caminé de una célula a otra. En cada grupo parecía haber algún espectro de mi pasado. Las conversaciones fueron vanas, incluso pueriles. Oh, la gente se había movido, no estaban en las mismas condiciones que cinco, diez años atrás. Pero también se mueve el suicida desde la cúspide de un edificio hacia el indiferente asfalto. Un antiguo maestro de las seis cuerdas, iniciado en las artes del shred y el barrido, ahora un aburrido oficinista; una joven atractiva, capaz de mover el centro del universo al piso bajo sus pies, ahora un ama de casa dueña de una sonrisa sin brillo ni encanto; un adolescente tímido, siempre decidido a auxiliar incluso a quienes se burlaban de él, ahora un soberbio gerente de personal en quién-sabe-qué-supermercado. Estaban los mismos de antes. Todos habían cambiado; ninguno había cambiado. Tras la máscara y el pretexto de la juventud fueron siempre esos hombres y mujeres, grises y apáticos, productos de una era ajena y una pasividad propia. El tiempo quitó las aristas, como el escultor los trozos de piedra que cubren la estatua, ya moldeada por el fatalismo. Ahí estuvieron ellos antes, víctimas de los genes y la historia. Ahí estaban en ese momento, anacrónico ahora, diamantes en un sendero inverso, involucionados, carbón, negro y mugriento carbón. Capaces de calentar una noche, de arder con furia y alejar las sombras con su efímero brillo. Y nada más. En breve serían humo. ¿Yo sería, entonces, el espejo necesario para crear la ilusión pretendida, el arrancarle al tiempo un último sorbo de juventud?
La tercera década de vida no encontró a nadie en el lugar en el que quería estar. Yo incluido. Admito que sentí compasión. Pero no demasiada. Quizás me engañaba; quizás era como ellos, y la subjetiva mirada de mis ojos me impedía verlo. No sé. No lo supe entonces y no lo sé ahora. No importa demasiado.
Fui a la barra cuando creí haber cumplido con el mínimo de interacción necesaria para considerar mi presencia en aquel sitio una reunión social. Pedí un whisky. Bebí sin prisas. En el fondo del local, sobre un pequeño escenario, varias personas armaban una batería. Me pregunté si al menos habrían probado el sonido durante la tarde.
No puedo creer que andés por acá –dijo alguien a mis espaldas. Reconocí la voz.
Lo mismo digo, Gaucho.
Él se sentó en la banca a mi diestra. Apoyó el codo derecho sobre la barra y palmeó mi espalda con la mano izquierda.
¡¿Cómo andás?! Tanto tiempo –dijo. Eso, o algo parecido. No presté demasiada atención.
¿Vos cómo andás? –pregunté, sin forzar mi imaginación.
Re bien. Más ahora que volvimos con la banda.
¿Hace cuanto volvieron?
Ensayamos hace un mes. Hoy es la primera fecha.
¿Contento?
Sí. Mirá toda la gente que vino.
La misma de antes –señalé.
Asintió. Permanecimos en silencio por un momento. Pensé que ese fue el tiempo que le tomó descubrir que él y yo sólo teníamos en común un pasado que, intuyo, ni siquiera fue tan bueno como lo recordamos.
Che, yo estoy acá con otra gente. Vine a saludarte nada más. Vení con nosotros. Estoy con Daniel y Waldemar.
¿Estás con quién?
Avispa y El Ciruja.
Ah, bueno. Dale, vamos.
Caminamos los pocos metros que nos separaban del escenario. Nos unimos a un grupo de personas. Reconocí a varios antes de ser visto.
¡Miren quién vino! –exclamó Mauricio.
¡Eh, Gorlin! –dijo el ciruja.
Santiago –murmuró una rubia cuyo nombre no pude recordar.
¡Puto! –gritó Avispa.
Comencé a saludar uno por uno a los presentes. Cuando me encargaba del último, Gaucho llamó mi atención.
¿A ella la conocés? –preguntó mi guía mientras ponía su mano derecha en mi hombro y la izquierda en el hombro de una mujer.
Santiago, Katja. Katja, Santiago.
Joven. Veinticinco, treinta años. El color de su pelo era algún tono sin nombre, a medio camino ente el castaño y el rojizo. Tenía puesto un simple, pero elegante, vestido de noche que cubría sus piernas hasta las rodillas. Botas de caña baja. Medias de red. Tapado de piel artificial. Escote generoso. Uñas largas, agresivas, salvajes, negras como las sombras de mi mente. Labios carnosos, húmedos, sensuales, rojos como la sangre que tiñe las manos de la especie toda. Ojos verde-azules, serenos, tez blanca, casi pálida. Y la mejilla izquierda inflamada de modo apenas perceptible. En la piel amoratada había un patrón que dividía la superficie en cuadrados de perfecta simetría. En el centro de cada cuadrado, como si de una corona se tratase, surgía un cilindro oscuro de punta convexa, pequeño, similar a la espina de un cáctus.
Se acercó a mí y ofreció el lado derecho de su rostro. La imité y nos besamos. Odié ese saludo, tan argentino, pero agradecí su actitud. Supuse que estaría acostumbrada a ciertos espantos. Me pregunté qué le habría ocurrido en el rostro. Intenté no mirarla de nuevo. Quiero pensar que lo logré, pero sólo porque me gusta mentirme de noche en noche. 



Esta historia ha sido dividida en dos entradas para facilitar su lectura. Click ACÁ para ir a la segunda parte.

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