Nadie
nos vio aquella noche, perdidos en los laberintos de concreto de la
gris ciudad. Nadie nos vio bajo la ennegrecida bóveda celeste, nadie
nos vio bajo la tenue garúa de la madrugada, fundidos en carne y
sudor, travestidos en Eros en el seno de Thanatos. Nadie nos vio,
furtivos como cazadores, traspasar los muros con manos temblorosas,
respiración entrecortada y entrepiernas húmedas. Nadie contempló
nuestro ritual, oscuro y hierático, espantaviejas y
torturamojigatos. Nadie supo lo que hicimos a espaldas de todos.
Incursores. Rebeldes. Irrespetuosos. Sacrílegos. O, nada más, dos
pelotudos de antología.
El
ocaso de aquel día me encontró rendido sobre el sofá. Releía a
Camus. No por placer, por deber. Debía releer porque no pude
pagar la factura de internet. Hubiera preferido perder mi tiempo con
otras actividades, menos productivas pero más gratificantes.
Cuando
Meursault jalaba el gatillo en la novela del genio francés, sonó el
teléfono. Odié pararme, buscar el aparato en el caos ordenado de mi
escritorio y atender sin pista alguna respecto a la identidad de
quien osaba sacarme de un mundo de ensueños ajenos. Quizás no debí
hacerlo.
–Super-compu-mundo-hiper-mega-red,
Santiago Gorlin, vicepresidente junior al habla. ¿En qué puedo
ayudarlo? –dije.
–¿Ah?
¿De tanto escribir te volviste loco, Gorlin?
–No,
ya estaba. No culpo a la literatura por mi demencia. ¿Quién habla?
–José
Pérez.
–¿El
Flaco Pérez?
–Sí...
me sobra el apodo, pero soy yo. ¿Cómo andás?
–A
pie. ¿Vos?
–En
moto, como siempre. Escuchame, esta noche nos vemos.
–¿Esta
noche?
–Sí.
–Hace
cuatro años que no te veo, Flaco. ¿Me llamás para informarme que
nos vamos a ver? ¿Es una orden o le robaste la bola de cristal a esa
novia tan mística que tenías? Cómo era que se llamaba...
–Marcela.
Y ahora es mi esposa.
–Uh,
nunca supe qué carajo le viste a la gorda esa. ¿El padre era el
dueño del taller donde laburabas, no?
–Eh...
sí, Santiago.
–Creo
que entiendo...
–Ajá...
–¿La
gorda está al lado tuyo, no?
–Podría
decirse que sí.
–Je,
mandale saludos de mi parte. –Apenas logré contener la risa.
–Bueno,
bueno. Escuchame, esta noche nos juntamos todos los de la yunta.
–¿Para?
–Se
reunió Voracius, la bandita que tenían los pibes.
–Ya
no me gusta el death metal progresivo con influencias celtas, Flaco
–dije, un tanto fastidiado.
–¿Y
antes sí?
–Antes
tenía más ganas de mentir y decirles que sonaban bien.
–Santiago,
nos vamos a juntar todos. Todos, todos.
–¿Todos?
–Todos.
–¿Micaela
y Yanina también?
–Se
nota que las extrañás.
–A
ellas no, lo que extraño...
–Sí,
sí. Ya sé, dejalo ahí. –Hizo una breve pausa.
–¿Flaco?
–Yanina
no va. Hace poco tuvo su segundo hijo. Ahora es una señora de su
casa. Y Mica está en desintoxicación.
–¿De
nuevo?
–Sí.
Eso me dijo el padre.
–¿Antes
o después de amenazarte de muerte?
–Antes
y después.
–Ya
veo.
Silencio.
Intuí que todo estaba dicho. Recordaba a esas dos mujeres en los que
deben haber sido sus mejores años. Esbeltas, delgadas, atractivas,
adictas al cuidado estético y los excesos.
–¿Estás
ahí, Santiago?
–Sí,
sigo acá, Flaco. ¿Me decías?
–Ellas
dos no van, eso seguro. Pero el resto, vamos casi todos.
–¿Casi?
–Enterraron
a Pato Loko en noviembre.
–¿Qué
le pasó?
–Lo
chocó un auto. Y Magalí se suicidó hace como dos años.
–¿Posta?
–Sí.
Un bajón.
–Pero
bueno, así están las cosas.
Me
senté en el piso, junto a la pared. Miré el techo.
–Santiago,
¿vas a ir?
–¿Por
qué me avisás tan sobre la hora?
–Es
a la noche, tenés tiempo.
–Sí,
pero contactar al resto te debe haber tomado días.
–Sí...
–Me
dejaste para el final. ¿Algo en particular?
–No.
Vi tus cosas en las librerías.
Cosas,
pensé.
–Yo
sé que te va bien. A los otros tenía que buscarlos.
–Y
a mí me encontrabas fácil.
–Eso,
sí.
–...
–¿Vas
a ir?
–¿Dónde
es?
–Zacte.
Un bar en el centro.
–Ando
mal de guita, Flaco.
–Es
gratis.
Headshot.
–Ah,
bueno, entonces...
–¿Te
paso a buscar?
–Y...
–Dale,
loco. Va a estar bueno.
–Está
bien. ¿Te acordás dónde es mi casa?
–Sí,
sí. A las nueve estoy allá. ¿Te parece?
Miré
el reloj. Tenía varias horas para alistarme; tenía varias horas
para hallar una excusa.
–Sí.
Te espero.
–Te
dejo, Santiago. Tengo unas cosas que hacer acá en casa. Un abrazo.
–Abrazo
–dije y corté la llamada.
Dejé
el teléfono a mi lado y bajé la mirada. Observé mi ropa. Jean azul
roto. Botas de combate. Torso desnudo. Todo lo anterior cubierto por
una bata azul. Me puse de pie y caminé hasta el baño. Me miré en
el espejo. Barba de diez días. Ya no recordaba cuando había
afeitado mi cabeza por última vez. ¿Un mes? ¿Más? No podía
saberlo. Chequeé la máquina de afeitar. Tenía carga. El vello
facial cayó rápido. El cuero cabelludo tomó un poco más de
tiempo. Cuando consideré que estaba listo me saqué la ropa e
ingresé a la bañera. Dejé que el agua caliente limpiara de mi piel
los restos de cabello. Higienicé mi cuerpo en unos cuantos minutos,
cepillé mis dientes y salí del baño, ya envuelto en una toalla.
Elegir la ropa fue fácil. Otro jean. Otras botas de combate. Una
remera negra. Subí la calefacción y dejé a mano una campera de
cuero. Estaba listo. Aunque algo fallara, no tendría que perder mi
tiempo ni el de un tercero. Regresé al sofá y comencé a buscar la
excusa perfecta, el pase libre para evitar toparme con esos odiosos
seres humanos.
Bajo
la diáfana luz de mi estudio esperé por algo, una señal, una
epifanía, un incendio, un grito de auxilio. Lo que fuera. Nada se
presentó. No obstante mantuve mi fe. Me ahogó la esperanza. Bebí
anhelos. Tragué ensueños. Digerí ingenuidades. Y cagué miseria.
Mi
silencioso mantra, mi pasiva invocación a algún djinn capaz de
arreglarlo todo sin participación forzosa del interesado, fue roto
en pedazos a causa del estruendo del timbre. Atendí la puerta. Me
odié por hacerlo. Podría haber permanecido en total silencio y
esperar hasta que el entrometido abandonara el acceso a mi casa.
Podría.
Abrí
y el aire frío del afuera chocó contra mi rostro, quizás a modo de
advertencia.
–Llegás
temprano, Flaco –dije.
–Es
la hora –dijo él y se encogió de hombros. Había ganado un poco
de peso.
Miré
a mis espaldas un reloj de pared. Tenía razón, eran las nueve de la
noche. Lo miré e hice una seña con la cabeza. Él asintió e
ingresó.
–¿Estás
listo, Santiago?
–Sí...
pasa que perdí el sentido del tiempo.
–¿Qué
hora pensaste que era?
–No
importa –dije mientras me abrigaba.
–Veo
que tenés la misma campera de siempre.
No
respondí. Revisé los bolsillos del abrigo en busca de ausentes.
Tenía todo lo que necesitaba. Subí el cierre y le señalé la
puerta.
–Vamos,
Flaco. No quiero llegar tarde.
Abandonamos
la casa y nos dirigimos a la calle. El viento nocturno casi
lastimaba. Miré a las alturas, las encontré teñidas de rosa y
gris, augurio de tormentas venideras, presagio de tempestades
próximas. O sólo la advertencia de buscar un paraguas. ¿Quién
podría decirlo? A mí no me importaba lo suficiente. No tenía
paraguas.
–¿No
notás nada nuevo? –dijo El Flaco cuando llegamos a su vehículo.
–¿Moto
nueva?
–Seh,
la compré hace tres meses.
–Está
buena –dije.
Él
soltó una carcajada. El eco de una calle cuasi desierta me atormentó
durante varios segundos. O tal vez no hubo eco y sólo amplié, con
mi imaginación, la tristeza de aquel momento que no quería vivir
acompañado y en el afuera.
–Seguís
sin saber nada de motos, ¿no?
–Exacto
–respondí.
–Dale,
subite.
Él
se sentó. Esperé a que diera arranque al motor y me senté también.
Manejó por calles poco transitadas, que le permitían acelerar sin
preocuparse demasiado por una posible colisión. Lo odié. Me costaba
respirar y el viento parecía cortar mi piel. Hijo de puta.
Tras
un viaje de unos veinte minutos llegamos al centro. Bajó la
velocidad. Maniobró entre autos y camionetas, entre colectivos y
camiones, hasta llegar a un antro que conocí en otro tiempo. Estaba
muy cambiado. Ya no había vidrios sucios, la pintura no se caía de
las paredes, no emanaban olas de humo y monóxido de carbono desde el
negro interior. El local había sido refaccionado por completo. Piso
de madera, iluminación cenital, vidrios claros. Sobre la puerta de
entrada, un cartel de luces fluorescentes, una reminiscencia del
pasado brillaba, escarlata y espectral.
–Zacte
–leí, no sé por qué, en voz alta.
–¿Te
gusta?
–Antes
era... distinto.
–Nosotros
también, Santiago. Nosotros también.
Lo
miré y asentí. Entramos. Cerca de la puerta, en un pequeño
escritorio, me topé con el primer rostro conocido.
–¡Miren
quién resucitó! –gritó
–¡Salamandra!
–exclamé al verlo.
–Ahora
me dicen Mauricio –acotó y se puso de pie.
Nos
abrazamos.
–¿Qué
hacés acá?
–Trabajo
acá. Yo les conseguí el lugar para que toquen. No te esperaba, loco
–dijo. No pude precisar el significado de la expresión en su
rostro. ¿Era alivio o decepción?
–El
Flaco me pasó a buscar. ¿Cuanto es la entrada?
–Para
vos, gratis.
–¿Y
para los demás?
–También.
Desvié
la mirada, sin mover la cabeza, hacia la izquierda, hacia varios
pequeños grupos de personas reunidas en círculos. Reconocí a
varios antiguos compañeros de andanzas.
–Ya
vengo –dije.
–Dale.
Caminé
hacia el centro del recinto. Miraba el piso. Sentía un extraño
malestar en el estómago. Mi esfínter siempre ha sido muy fuerte,
pero eso no me tranquilizaba. Ahí había luces, demasiadas luces y
ninguna sombra para guarecerme, ningún modo de evitar a los funestos
y ruidosos humanos. Para qué vine, pensé. Me imaginé a
salvo en mi guarida, lejos del mundo, lejos del ruido, a un lado de
los estruendos de los motores, del ensordecedor hablar de hombres y
mujeres abatidos por vidas que no planearon, que deben cargar como
cruces. O como yunques.
Me
arrepentí. No sólo de ir, si no también de aquella idea, de aquel
anhelo. Lo hizo todo más difícil. Resignado, acepté que no podía
escapar. Al menos no de momento.
Saludé
a un conocido; los saludé a todos. Manos para los hombres, besos
para las mujeres, abrazos para quienes una vez fueron cercanos.
Caminé de una célula a otra. En cada grupo parecía haber algún
espectro de mi pasado. Las conversaciones fueron vanas, incluso
pueriles. Oh, la gente se había movido, no estaban en las mismas
condiciones que cinco, diez años atrás. Pero también se mueve el
suicida desde la cúspide de un edificio hacia el indiferente
asfalto. Un antiguo maestro de las seis cuerdas, iniciado en las
artes del shred y el barrido, ahora un aburrido oficinista; una joven
atractiva, capaz de mover el centro del universo al piso bajo sus
pies, ahora un ama de casa dueña de una sonrisa sin brillo ni
encanto; un adolescente tímido, siempre decidido a auxiliar incluso
a quienes se burlaban de él, ahora un soberbio gerente de personal
en quién-sabe-qué-supermercado. Estaban los mismos de antes. Todos
habían cambiado; ninguno había cambiado. Tras la máscara y el
pretexto de la juventud fueron siempre esos hombres y mujeres, grises
y apáticos, productos de una era ajena y una pasividad propia. El
tiempo quitó las aristas, como el escultor los trozos de piedra que
cubren la estatua, ya moldeada por el fatalismo. Ahí estuvieron
ellos antes, víctimas de los genes y la historia. Ahí estaban en
ese momento, anacrónico ahora, diamantes en un sendero
inverso, involucionados, carbón, negro y mugriento carbón. Capaces
de calentar una noche, de arder con furia y alejar las sombras con su
efímero brillo. Y nada más. En breve serían humo. ¿Yo sería,
entonces, el espejo necesario para crear la ilusión pretendida, el
arrancarle al tiempo un último sorbo de juventud?
La
tercera década de vida no encontró a nadie en el lugar en el que
quería estar. Yo incluido. Admito que sentí compasión. Pero no
demasiada. Quizás me engañaba; quizás era como ellos, y la
subjetiva mirada de mis ojos me impedía verlo. No sé. No lo supe
entonces y no lo sé ahora. No importa demasiado.
Fui a
la barra cuando creí haber cumplido con el mínimo de interacción
necesaria para considerar mi presencia en aquel sitio una reunión
social. Pedí un whisky. Bebí sin prisas. En el fondo del local,
sobre un pequeño escenario, varias personas armaban una batería. Me
pregunté si al menos habrían probado el sonido durante la tarde.
–No
puedo creer que andés por acá –dijo alguien a mis espaldas.
Reconocí la voz.
–Lo
mismo digo, Gaucho.
Él
se sentó en la banca a mi diestra. Apoyó el codo derecho sobre la
barra y palmeó mi espalda con la mano izquierda.
–¡¿Cómo
andás?! Tanto tiempo –dijo. Eso, o algo parecido. No presté
demasiada atención.
–¿Vos
cómo andás? –pregunté, sin forzar mi imaginación.
–Re
bien. Más ahora que volvimos con la banda.
–¿Hace
cuanto volvieron?
–Ensayamos
hace un mes. Hoy es la primera fecha.
–¿Contento?
–Sí.
Mirá toda la gente que vino.
–La
misma de antes –señalé.
Asintió.
Permanecimos en silencio por un momento. Pensé que ese fue el tiempo
que le tomó descubrir que él y yo sólo teníamos en común un
pasado que, intuyo, ni siquiera fue tan bueno como lo recordamos.
–Che,
yo estoy acá con otra gente. Vine a saludarte nada más. Vení con
nosotros. Estoy con Daniel y Waldemar.
–¿Estás
con quién?
–Avispa
y El Ciruja.
–Ah,
bueno. Dale, vamos.
Caminamos
los pocos metros que nos separaban del escenario. Nos unimos a un
grupo de personas. Reconocí a varios antes de ser visto.
–¡Miren
quién vino! –exclamó Mauricio.
–¡Eh,
Gorlin! –dijo el ciruja.
–Santiago
–murmuró una rubia cuyo nombre no pude recordar.
–¡Puto!
–gritó Avispa.
Comencé
a saludar uno por uno a los presentes. Cuando me encargaba del
último, Gaucho llamó mi atención.
–¿A
ella la conocés? –preguntó mi guía mientras ponía su mano
derecha en mi hombro y la izquierda en el hombro de una mujer.
–Santiago,
Katja. Katja, Santiago.
Joven.
Veinticinco, treinta años. El color de su pelo era algún tono sin
nombre, a medio camino ente el castaño y el rojizo. Tenía puesto un
simple, pero elegante, vestido de noche que cubría sus piernas hasta
las rodillas. Botas de caña baja. Medias de red. Tapado de piel
artificial. Escote generoso. Uñas largas, agresivas, salvajes,
negras como las sombras de mi mente. Labios carnosos, húmedos,
sensuales, rojos como la sangre que tiñe las manos de la especie
toda. Ojos verde-azules, serenos, tez blanca, casi pálida. Y la
mejilla izquierda inflamada de modo apenas perceptible. En la piel
amoratada había un patrón que dividía la superficie en
cuadrados de perfecta simetría. En el centro de cada cuadrado, como
si de una corona se tratase, surgía un cilindro oscuro de punta
convexa, pequeño, similar a la espina de un cáctus.
Se
acercó a mí y ofreció el lado derecho de su rostro. La imité y
nos besamos. Odié ese saludo, tan argentino, pero agradecí su
actitud. Supuse que estaría acostumbrada a ciertos espantos. Me
pregunté qué le habría ocurrido en el rostro. Intenté no mirarla
de nuevo. Quiero pensar que lo logré, pero sólo porque me gusta
mentirme de noche en noche.
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