Víctimas | Primera parte

>> viernes, 15 de junio de 2012


Nadie nos vio aquella noche, perdidos en los laberintos de concreto de la gris ciudad. Nadie nos vio bajo la ennegrecida bóveda celeste, nadie nos vio bajo la tenue garúa de la madrugada, fundidos en carne y sudor, travestidos en Eros en el seno de Thanatos. Nadie nos vio, furtivos como cazadores, traspasar los muros con manos temblorosas, respiración entrecortada y entrepiernas húmedas. Nadie contempló nuestro ritual, oscuro y hierático, espantaviejas y torturamojigatos. Nadie supo lo que hicimos a espaldas de todos. Incursores. Rebeldes. Irrespetuosos. Sacrílegos. O, nada más, dos pelotudos de antología.
El ocaso de aquel día me encontró rendido sobre el sofá. Releía a Camus. No por placer, por deber. Debía releer porque no pude pagar la factura de internet. Hubiera preferido perder mi tiempo con otras actividades, menos productivas pero más gratificantes.
Cuando Meursault jalaba el gatillo en la novela del genio francés, sonó el teléfono. Odié pararme, buscar el aparato en el caos ordenado de mi escritorio y atender sin pista alguna respecto a la identidad de quien osaba sacarme de un mundo de ensueños ajenos. Quizás no debí hacerlo.
Super-compu-mundo-hiper-mega-red, Santiago Gorlin, vicepresidente junior al habla. ¿En qué puedo ayudarlo? –dije.
¿Ah? ¿De tanto escribir te volviste loco, Gorlin?
No, ya estaba. No culpo a la literatura por mi demencia. ¿Quién habla?
José Pérez.
¿El Flaco Pérez?
Sí... me sobra el apodo, pero soy yo. ¿Cómo andás?
A pie. ¿Vos?
En moto, como siempre. Escuchame, esta noche nos vemos.
¿Esta noche?
Sí.
Hace cuatro años que no te veo, Flaco. ¿Me llamás para informarme que nos vamos a ver? ¿Es una orden o le robaste la bola de cristal a esa novia tan mística que tenías? Cómo era que se llamaba...
Marcela. Y ahora es mi esposa.
Uh, nunca supe qué carajo le viste a la gorda esa. ¿El padre era el dueño del taller donde laburabas, no?
Eh... sí, Santiago.
Creo que entiendo...
Ajá...
¿La gorda está al lado tuyo, no?
Podría decirse que sí.
Je, mandale saludos de mi parte. –Apenas logré contener la risa.
Bueno, bueno. Escuchame, esta noche nos juntamos todos los de la yunta.
¿Para?
Se reunió Voracius, la bandita que tenían los pibes.
Ya no me gusta el death metal progresivo con influencias celtas, Flaco –dije, un tanto fastidiado.
¿Y antes sí?
Antes tenía más ganas de mentir y decirles que sonaban bien.
Santiago, nos vamos a juntar todos. Todos, todos.
¿Todos?
Todos.
¿Micaela y Yanina también?
Se nota que las extrañás.
A ellas no, lo que extraño...
Sí, sí. Ya sé, dejalo ahí. –Hizo una breve pausa.
¿Flaco?
Yanina no va. Hace poco tuvo su segundo hijo. Ahora es una señora de su casa. Y Mica está en desintoxicación.
¿De nuevo?
Sí. Eso me dijo el padre.
¿Antes o después de amenazarte de muerte?
Antes y después.
Ya veo.
Silencio. Intuí que todo estaba dicho. Recordaba a esas dos mujeres en los que deben haber sido sus mejores años. Esbeltas, delgadas, atractivas, adictas al cuidado estético y los excesos.
¿Estás ahí, Santiago?
Sí, sigo acá, Flaco. ¿Me decías?
Ellas dos no van, eso seguro. Pero el resto, vamos casi todos.
¿Casi?
Enterraron a Pato Loko en noviembre.
¿Qué le pasó?
Lo chocó un auto. Y Magalí se suicidó hace como dos años.
¿Posta?
Sí. Un bajón.
Pero bueno, así están las cosas.
Me senté en el piso, junto a la pared. Miré el techo.
Santiago, ¿vas a ir?
¿Por qué me avisás tan sobre la hora?
Es a la noche, tenés tiempo.
Sí, pero contactar al resto te debe haber tomado días.
Sí...
Me dejaste para el final. ¿Algo en particular?
No. Vi tus cosas en las librerías.
Cosas, pensé.
Yo sé que te va bien. A los otros tenía que buscarlos.
Y a mí me encontrabas fácil.
Eso, sí.
...
¿Vas a ir?
¿Dónde es?
Zacte. Un bar en el centro.
Ando mal de guita, Flaco.
Es gratis.
Headshot.
Ah, bueno, entonces...
¿Te paso a buscar?
Y...
Dale, loco. Va a estar bueno.
Está bien. ¿Te acordás dónde es mi casa?
Sí, sí. A las nueve estoy allá. ¿Te parece?
Miré el reloj. Tenía varias horas para alistarme; tenía varias horas para hallar una excusa.
Sí. Te espero.
Te dejo, Santiago. Tengo unas cosas que hacer acá en casa. Un abrazo.
Abrazo –dije y corté la llamada.
Dejé el teléfono a mi lado y bajé la mirada. Observé mi ropa. Jean azul roto. Botas de combate. Torso desnudo. Todo lo anterior cubierto por una bata azul. Me puse de pie y caminé hasta el baño. Me miré en el espejo. Barba de diez días. Ya no recordaba cuando había afeitado mi cabeza por última vez. ¿Un mes? ¿Más? No podía saberlo. Chequeé la máquina de afeitar. Tenía carga. El vello facial cayó rápido. El cuero cabelludo tomó un poco más de tiempo. Cuando consideré que estaba listo me saqué la ropa e ingresé a la bañera. Dejé que el agua caliente limpiara de mi piel los restos de cabello. Higienicé mi cuerpo en unos cuantos minutos, cepillé mis dientes y salí del baño, ya envuelto en una toalla. Elegir la ropa fue fácil. Otro jean. Otras botas de combate. Una remera negra. Subí la calefacción y dejé a mano una campera de cuero. Estaba listo. Aunque algo fallara, no tendría que perder mi tiempo ni el de un tercero. Regresé al sofá y comencé a buscar la excusa perfecta, el pase libre para evitar toparme con esos odiosos seres humanos.
Bajo la diáfana luz de mi estudio esperé por algo, una señal, una epifanía, un incendio, un grito de auxilio. Lo que fuera. Nada se presentó. No obstante mantuve mi fe. Me ahogó la esperanza. Bebí anhelos. Tragué ensueños. Digerí ingenuidades. Y cagué miseria.
Mi silencioso mantra, mi pasiva invocación a algún djinn capaz de arreglarlo todo sin participación forzosa del interesado, fue roto en pedazos a causa del estruendo del timbre. Atendí la puerta. Me odié por hacerlo. Podría haber permanecido en total silencio y esperar hasta que el entrometido abandonara el acceso a mi casa. Podría.
Abrí y el aire frío del afuera chocó contra mi rostro, quizás a modo de advertencia.
Llegás temprano, Flaco –dije.
Es la hora –dijo él y se encogió de hombros. Había ganado un poco de peso.
Miré a mis espaldas un reloj de pared. Tenía razón, eran las nueve de la noche. Lo miré e hice una seña con la cabeza. Él asintió e ingresó.
¿Estás listo, Santiago?
Sí... pasa que perdí el sentido del tiempo.
¿Qué hora pensaste que era?
No importa –dije mientras me abrigaba.
Veo que tenés la misma campera de siempre.
No respondí. Revisé los bolsillos del abrigo en busca de ausentes. Tenía todo lo que necesitaba. Subí el cierre y le señalé la puerta.
Vamos, Flaco. No quiero llegar tarde.
Abandonamos la casa y nos dirigimos a la calle. El viento nocturno casi lastimaba. Miré a las alturas, las encontré teñidas de rosa y gris, augurio de tormentas venideras, presagio de tempestades próximas. O sólo la advertencia de buscar un paraguas. ¿Quién podría decirlo? A mí no me importaba lo suficiente. No tenía paraguas.
¿No notás nada nuevo? –dijo El Flaco cuando llegamos a su vehículo.
¿Moto nueva?
Seh, la compré hace tres meses.
Está buena –dije.
Él soltó una carcajada. El eco de una calle cuasi desierta me atormentó durante varios segundos. O tal vez no hubo eco y sólo amplié, con mi imaginación, la tristeza de aquel momento que no quería vivir acompañado y en el afuera.
Seguís sin saber nada de motos, ¿no?
Exacto –respondí.
Dale, subite.
Él se sentó. Esperé a que diera arranque al motor y me senté también. Manejó por calles poco transitadas, que le permitían acelerar sin preocuparse demasiado por una posible colisión. Lo odié. Me costaba respirar y el viento parecía cortar mi piel. Hijo de puta.
Tras un viaje de unos veinte minutos llegamos al centro. Bajó la velocidad. Maniobró entre autos y camionetas, entre colectivos y camiones, hasta llegar a un antro que conocí en otro tiempo. Estaba muy cambiado. Ya no había vidrios sucios, la pintura no se caía de las paredes, no emanaban olas de humo y monóxido de carbono desde el negro interior. El local había sido refaccionado por completo. Piso de madera, iluminación cenital, vidrios claros. Sobre la puerta de entrada, un cartel de luces fluorescentes, una reminiscencia del pasado brillaba, escarlata y espectral.
Zacte –leí, no sé por qué, en voz alta.
¿Te gusta?
Antes era... distinto.
Nosotros también, Santiago. Nosotros también.
Lo miré y asentí. Entramos. Cerca de la puerta, en un pequeño escritorio, me topé con el primer rostro conocido.
¡Miren quién resucitó! –gritó
¡Salamandra! –exclamé al verlo.
Ahora me dicen Mauricio –acotó y se puso de pie.
Nos abrazamos.
¿Qué hacés acá?
Trabajo acá. Yo les conseguí el lugar para que toquen. No te esperaba, loco –dijo. No pude precisar el significado de la expresión en su rostro. ¿Era alivio o decepción?
El Flaco me pasó a buscar. ¿Cuanto es la entrada?
Para vos, gratis.
¿Y para los demás?
También.
Desvié la mirada, sin mover la cabeza, hacia la izquierda, hacia varios pequeños grupos de personas reunidas en círculos. Reconocí a varios antiguos compañeros de andanzas.
Ya vengo –dije.
Dale.
Caminé hacia el centro del recinto. Miraba el piso. Sentía un extraño malestar en el estómago. Mi esfínter siempre ha sido muy fuerte, pero eso no me tranquilizaba. Ahí había luces, demasiadas luces y ninguna sombra para guarecerme, ningún modo de evitar a los funestos y ruidosos humanos. Para qué vine, pensé. Me imaginé a salvo en mi guarida, lejos del mundo, lejos del ruido, a un lado de los estruendos de los motores, del ensordecedor hablar de hombres y mujeres abatidos por vidas que no planearon, que deben cargar como cruces. O como yunques.
Me arrepentí. No sólo de ir, si no también de aquella idea, de aquel anhelo. Lo hizo todo más difícil. Resignado, acepté que no podía escapar. Al menos no de momento.
Saludé a un conocido; los saludé a todos. Manos para los hombres, besos para las mujeres, abrazos para quienes una vez fueron cercanos. Caminé de una célula a otra. En cada grupo parecía haber algún espectro de mi pasado. Las conversaciones fueron vanas, incluso pueriles. Oh, la gente se había movido, no estaban en las mismas condiciones que cinco, diez años atrás. Pero también se mueve el suicida desde la cúspide de un edificio hacia el indiferente asfalto. Un antiguo maestro de las seis cuerdas, iniciado en las artes del shred y el barrido, ahora un aburrido oficinista; una joven atractiva, capaz de mover el centro del universo al piso bajo sus pies, ahora un ama de casa dueña de una sonrisa sin brillo ni encanto; un adolescente tímido, siempre decidido a auxiliar incluso a quienes se burlaban de él, ahora un soberbio gerente de personal en quién-sabe-qué-supermercado. Estaban los mismos de antes. Todos habían cambiado; ninguno había cambiado. Tras la máscara y el pretexto de la juventud fueron siempre esos hombres y mujeres, grises y apáticos, productos de una era ajena y una pasividad propia. El tiempo quitó las aristas, como el escultor los trozos de piedra que cubren la estatua, ya moldeada por el fatalismo. Ahí estuvieron ellos antes, víctimas de los genes y la historia. Ahí estaban en ese momento, anacrónico ahora, diamantes en un sendero inverso, involucionados, carbón, negro y mugriento carbón. Capaces de calentar una noche, de arder con furia y alejar las sombras con su efímero brillo. Y nada más. En breve serían humo. ¿Yo sería, entonces, el espejo necesario para crear la ilusión pretendida, el arrancarle al tiempo un último sorbo de juventud?
La tercera década de vida no encontró a nadie en el lugar en el que quería estar. Yo incluido. Admito que sentí compasión. Pero no demasiada. Quizás me engañaba; quizás era como ellos, y la subjetiva mirada de mis ojos me impedía verlo. No sé. No lo supe entonces y no lo sé ahora. No importa demasiado.
Fui a la barra cuando creí haber cumplido con el mínimo de interacción necesaria para considerar mi presencia en aquel sitio una reunión social. Pedí un whisky. Bebí sin prisas. En el fondo del local, sobre un pequeño escenario, varias personas armaban una batería. Me pregunté si al menos habrían probado el sonido durante la tarde.
No puedo creer que andés por acá –dijo alguien a mis espaldas. Reconocí la voz.
Lo mismo digo, Gaucho.
Él se sentó en la banca a mi diestra. Apoyó el codo derecho sobre la barra y palmeó mi espalda con la mano izquierda.
¡¿Cómo andás?! Tanto tiempo –dijo. Eso, o algo parecido. No presté demasiada atención.
¿Vos cómo andás? –pregunté, sin forzar mi imaginación.
Re bien. Más ahora que volvimos con la banda.
¿Hace cuanto volvieron?
Ensayamos hace un mes. Hoy es la primera fecha.
¿Contento?
Sí. Mirá toda la gente que vino.
La misma de antes –señalé.
Asintió. Permanecimos en silencio por un momento. Pensé que ese fue el tiempo que le tomó descubrir que él y yo sólo teníamos en común un pasado que, intuyo, ni siquiera fue tan bueno como lo recordamos.
Che, yo estoy acá con otra gente. Vine a saludarte nada más. Vení con nosotros. Estoy con Daniel y Waldemar.
¿Estás con quién?
Avispa y El Ciruja.
Ah, bueno. Dale, vamos.
Caminamos los pocos metros que nos separaban del escenario. Nos unimos a un grupo de personas. Reconocí a varios antes de ser visto.
¡Miren quién vino! –exclamó Mauricio.
¡Eh, Gorlin! –dijo el ciruja.
Santiago –murmuró una rubia cuyo nombre no pude recordar.
¡Puto! –gritó Avispa.
Comencé a saludar uno por uno a los presentes. Cuando me encargaba del último, Gaucho llamó mi atención.
¿A ella la conocés? –preguntó mi guía mientras ponía su mano derecha en mi hombro y la izquierda en el hombro de una mujer.
Santiago, Katja. Katja, Santiago.
Joven. Veinticinco, treinta años. El color de su pelo era algún tono sin nombre, a medio camino ente el castaño y el rojizo. Tenía puesto un simple, pero elegante, vestido de noche que cubría sus piernas hasta las rodillas. Botas de caña baja. Medias de red. Tapado de piel artificial. Escote generoso. Uñas largas, agresivas, salvajes, negras como las sombras de mi mente. Labios carnosos, húmedos, sensuales, rojos como la sangre que tiñe las manos de la especie toda. Ojos verde-azules, serenos, tez blanca, casi pálida. Y la mejilla izquierda inflamada de modo apenas perceptible. En la piel amoratada había un patrón que dividía la superficie en cuadrados de perfecta simetría. En el centro de cada cuadrado, como si de una corona se tratase, surgía un cilindro oscuro de punta convexa, pequeño, similar a la espina de un cáctus.
Se acercó a mí y ofreció el lado derecho de su rostro. La imité y nos besamos. Odié ese saludo, tan argentino, pero agradecí su actitud. Supuse que estaría acostumbrada a ciertos espantos. Me pregunté qué le habría ocurrido en el rostro. Intenté no mirarla de nuevo. Quiero pensar que lo logré, pero sólo porque me gusta mentirme de noche en noche. 



Esta historia ha sido dividida en dos entradas para facilitar su lectura. Click ACÁ para ir a la segunda parte.

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