Regresos Y Partidas (1)

>> viernes, 19 de febrero de 2010

Regresos Y Partidas

1.


Enciende un cigarrillo en la penumbra de la calle. Llovizna. La humedad se le hace una garantía. Estoy en casa, piensa mientras el frío penetra sus huesos. Tose. Mira los rostros a su alrededor. Veinte años cambian al mundo, pero este rincón de la ciudad permanece igual. La última vez que caminó estas calles, cuando tenía 27, nada era distinto. Hasta las putas son las mismas.

Sí. Las reconoce, debajo de las canas y las arrugas. Las mismas. Algunas nuevas. Tres o cuatro. Pero son, en esencia, las mismas. Estudia las capas de maquillaje. La ropa. Apenas las reconoce, pero son ellas. No hay duda.

Una de las nuevas, le muestra el escote y le guiña un ojo. Sífilis, piensa él. Como poco. No hay tiempo para enfermarse. Volvió con dos tareas que cumplimentar.

–¡Esta cerca!–grita una voz.

Es él. Tiene que serlo. Saúl, el loco. ¿Cuantos años tiene? Ya era un viejo cuando él caminaba estas soledades para comprar un poco de afecto.

–¡Está cerca! ¡entiendan! ¡arrepiéntanse!

Se le acerca. El tipo está apoyado junto a una pared. Se abraza el pecho. Ojos cerrados. Gritos que resuenan en toda la cuadra. La música de este basural, el paisaje sonoro de Urbania, junto con los motores, los ladridos y las quejas de las chicas.

–Saúl–le dice al pararse frente a él.

–¡Está cerca!–grita una vez más.

–Hace 20 años que está cerca...

–¡Pero ahora está más cerca!

–¿Tan lento que nunca llega?

–El Señor le impidió llegar hace tiempo... ¡pero no más!

–¿Y cuando se aparece por acá?

–Pasado manaña, creo.

–¿Seguro?

–No, no, no–murmura, rabioso–El Señor no fue específico. Sólo me dijo que “en estos días llega”.

–Pensé que ya no hablarías con cristo, Saúl–le dice. Menea la cabeza con una sonrisa en los labios.

–Claro que hablo con él. Y a veces contesta.

–Saludalo de mi parte, Saúl.

–Sí, sí, sí... acordate, ¡está cerca!

Sigue su camino. Deja al viejo con sus gritos. A su modo, ese hombre es el sujeto más cuerdo de toda la ciudad. Un antiguo satanista que anuncia el fin del mundo mientras se putea con Jesús. Y a veces, Jesús lo putea a él.

Se aproxima al bar más cercano. Entra y el calor humano lo golpea de frente. El aire, viciado por el humo del tabaco y el canabis, le impide respirar con dificultad. Ya no es un crío y hace tiempo que el cuerpo le pasa factura.

Barra. Cerveza. El local a sus espaldas está casi despoblado. Cuatro tipos en una mesa cerca de la puerta. Dos ancianos en el fondo. Tres chicas. Él y el barman. Una rubia se le acerca. Se sienta junto a él.

–¿Que hacés acá solito, bebé?–le dice con voz aguardentosa.

–Tomo–responde, indiferente.

–¿Me invitás?

–Seh. Pedí un vaso.

Ella hace una seña al cantinero. Él obedece, con tranquiliadad en el rostro. No le tocará ser un improvisado psicólogo. No ahora mismo, al menos.

–¿Cómo te llamás, nene?–pregunta ella.

–Ernest Hemingway. O Federico García Lorca, depende el día.

–¿Hoy?

–Esta noche me siento un George Orwell.

Ella abre una caja de cigarrillos. Él, por mero acto reflejo, saca el encendedor. Ardan, pulmones.

–Brindemos–le dice, y llena ambos vasos hasta el tope.

–Por la noche y por Orwell–le dice ella, mano en alto.

–Por quien doblaron las campanas en la casa de Bernarda Alba en 1984. En el '36–exclama él y se toma la cerveza. Fondo blanco. Negro corazón.

–¿Tenés algún lugar cómodo acá cerca?

–No. Pero hay un hotel. Corre por tu cuenta.

–Sea–murmura y deja el dinero de los tragos sobre la barra.

Abraza a la rubia y sale, una vez más, de la arteria hacia los riñones de la ciudad. Se prodigan calor, desconocidos que comparten sus necias soledades. Caminan unas cuadras hasta el lugar. Toman un cuartucho, sórdido y mugriento.

–Sin besos en la boca, querido–le dice ella.

–No soy querido, soy Pepe el Romano–le quita la blusa.

–Soy Robert Jordan–le quita la ropa interior.

–¡Soy el jodido Gran Hermano!–grita y se sumerge en los pechos de la mujer, un poco asombrado por las enorme aureolas oscuras que rodean los diminutos pezones.

–Quieto–le dice–cobro por adelantado.

–Arruinaste el momento–gruñe él.

–Doscientos, bebé.

Deja escapar un sonido gutural. Saca la billetera. Deja dos billetes de cien sobre la cama. Ella los guarda en la cartera.

–Ahora podemos seguir–murmura mientras se baja la pollera.

Él enciende un cigarrillo y ve como termina de desnudarse. Sin rituales, sin sensualidad. Apenas un trámite.

–Que aburrida que sos.

–¿Qué?

–Que sos aburrida. Mirate, ¡no me das nada que contar a mis amigos!

–¿Y qué te voy a dar?–cuestiona, confusa.

–Si fueras un travesti esta sería una historia para contarle a mis nietos, si los tuviera.

Ella se queda sin palabras. El hombre es raro, pero aún no logra determinar si es peligroso o sólo hablador.

–En fin, quedate la guita. Me voy a buscar algo más entretenido.

–¿Un trava?–es todo lo que sale de la boca de la rubia.

–O una buena pelea. Esas siempre dejan cicatrices.

Sale a la calle. Contiene la risa. Perdió doscientos y no le importa. Acaba de cumplir su cometido de la noche. Acaba de darle a alguien algo que contar. Una historia, para pasar los momentos de tedio.

Se interna en las sombras con rumbo a la casa de su madre. Aún le queda una tarea que cumplir.

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