Víctimas | Primera parte

>> viernes, 15 de junio de 2012


Nadie nos vio aquella noche, perdidos en los laberintos de concreto de la gris ciudad. Nadie nos vio bajo la ennegrecida bóveda celeste, nadie nos vio bajo la tenue garúa de la madrugada, fundidos en carne y sudor, travestidos en Eros en el seno de Thanatos. Nadie nos vio, furtivos como cazadores, traspasar los muros con manos temblorosas, respiración entrecortada y entrepiernas húmedas. Nadie contempló nuestro ritual, oscuro y hierático, espantaviejas y torturamojigatos. Nadie supo lo que hicimos a espaldas de todos. Incursores. Rebeldes. Irrespetuosos. Sacrílegos. O, nada más, dos pelotudos de antología.
El ocaso de aquel día me encontró rendido sobre el sofá. Releía a Camus. No por placer, por deber. Debía releer porque no pude pagar la factura de internet. Hubiera preferido perder mi tiempo con otras actividades, menos productivas pero más gratificantes.
Cuando Meursault jalaba el gatillo en la novela del genio francés, sonó el teléfono. Odié pararme, buscar el aparato en el caos ordenado de mi escritorio y atender sin pista alguna respecto a la identidad de quien osaba sacarme de un mundo de ensueños ajenos. Quizás no debí hacerlo.
Super-compu-mundo-hiper-mega-red, Santiago Gorlin, vicepresidente junior al habla. ¿En qué puedo ayudarlo? –dije.
¿Ah? ¿De tanto escribir te volviste loco, Gorlin?
No, ya estaba. No culpo a la literatura por mi demencia. ¿Quién habla?
José Pérez.
¿El Flaco Pérez?
Sí... me sobra el apodo, pero soy yo. ¿Cómo andás?
A pie. ¿Vos?
En moto, como siempre. Escuchame, esta noche nos vemos.
¿Esta noche?
Sí.
Hace cuatro años que no te veo, Flaco. ¿Me llamás para informarme que nos vamos a ver? ¿Es una orden o le robaste la bola de cristal a esa novia tan mística que tenías? Cómo era que se llamaba...
Marcela. Y ahora es mi esposa.
Uh, nunca supe qué carajo le viste a la gorda esa. ¿El padre era el dueño del taller donde laburabas, no?
Eh... sí, Santiago.
Creo que entiendo...
Ajá...
¿La gorda está al lado tuyo, no?
Podría decirse que sí.
Je, mandale saludos de mi parte. –Apenas logré contener la risa.
Bueno, bueno. Escuchame, esta noche nos juntamos todos los de la yunta.
¿Para?
Se reunió Voracius, la bandita que tenían los pibes.
Ya no me gusta el death metal progresivo con influencias celtas, Flaco –dije, un tanto fastidiado.
¿Y antes sí?
Antes tenía más ganas de mentir y decirles que sonaban bien.
Santiago, nos vamos a juntar todos. Todos, todos.
¿Todos?
Todos.
¿Micaela y Yanina también?
Se nota que las extrañás.
A ellas no, lo que extraño...
Sí, sí. Ya sé, dejalo ahí. –Hizo una breve pausa.
¿Flaco?
Yanina no va. Hace poco tuvo su segundo hijo. Ahora es una señora de su casa. Y Mica está en desintoxicación.
¿De nuevo?
Sí. Eso me dijo el padre.
¿Antes o después de amenazarte de muerte?
Antes y después.
Ya veo.
Silencio. Intuí que todo estaba dicho. Recordaba a esas dos mujeres en los que deben haber sido sus mejores años. Esbeltas, delgadas, atractivas, adictas al cuidado estético y los excesos.
¿Estás ahí, Santiago?
Sí, sigo acá, Flaco. ¿Me decías?
Ellas dos no van, eso seguro. Pero el resto, vamos casi todos.
¿Casi?
Enterraron a Pato Loko en noviembre.
¿Qué le pasó?
Lo chocó un auto. Y Magalí se suicidó hace como dos años.
¿Posta?
Sí. Un bajón.
Pero bueno, así están las cosas.
Me senté en el piso, junto a la pared. Miré el techo.
Santiago, ¿vas a ir?
¿Por qué me avisás tan sobre la hora?
Es a la noche, tenés tiempo.
Sí, pero contactar al resto te debe haber tomado días.
Sí...
Me dejaste para el final. ¿Algo en particular?
No. Vi tus cosas en las librerías.
Cosas, pensé.
Yo sé que te va bien. A los otros tenía que buscarlos.
Y a mí me encontrabas fácil.
Eso, sí.
...
¿Vas a ir?
¿Dónde es?
Zacte. Un bar en el centro.
Ando mal de guita, Flaco.
Es gratis.
Headshot.
Ah, bueno, entonces...
¿Te paso a buscar?
Y...
Dale, loco. Va a estar bueno.
Está bien. ¿Te acordás dónde es mi casa?
Sí, sí. A las nueve estoy allá. ¿Te parece?
Miré el reloj. Tenía varias horas para alistarme; tenía varias horas para hallar una excusa.
Sí. Te espero.
Te dejo, Santiago. Tengo unas cosas que hacer acá en casa. Un abrazo.
Abrazo –dije y corté la llamada.
Dejé el teléfono a mi lado y bajé la mirada. Observé mi ropa. Jean azul roto. Botas de combate. Torso desnudo. Todo lo anterior cubierto por una bata azul. Me puse de pie y caminé hasta el baño. Me miré en el espejo. Barba de diez días. Ya no recordaba cuando había afeitado mi cabeza por última vez. ¿Un mes? ¿Más? No podía saberlo. Chequeé la máquina de afeitar. Tenía carga. El vello facial cayó rápido. El cuero cabelludo tomó un poco más de tiempo. Cuando consideré que estaba listo me saqué la ropa e ingresé a la bañera. Dejé que el agua caliente limpiara de mi piel los restos de cabello. Higienicé mi cuerpo en unos cuantos minutos, cepillé mis dientes y salí del baño, ya envuelto en una toalla. Elegir la ropa fue fácil. Otro jean. Otras botas de combate. Una remera negra. Subí la calefacción y dejé a mano una campera de cuero. Estaba listo. Aunque algo fallara, no tendría que perder mi tiempo ni el de un tercero. Regresé al sofá y comencé a buscar la excusa perfecta, el pase libre para evitar toparme con esos odiosos seres humanos.
Bajo la diáfana luz de mi estudio esperé por algo, una señal, una epifanía, un incendio, un grito de auxilio. Lo que fuera. Nada se presentó. No obstante mantuve mi fe. Me ahogó la esperanza. Bebí anhelos. Tragué ensueños. Digerí ingenuidades. Y cagué miseria.
Mi silencioso mantra, mi pasiva invocación a algún djinn capaz de arreglarlo todo sin participación forzosa del interesado, fue roto en pedazos a causa del estruendo del timbre. Atendí la puerta. Me odié por hacerlo. Podría haber permanecido en total silencio y esperar hasta que el entrometido abandonara el acceso a mi casa. Podría.
Abrí y el aire frío del afuera chocó contra mi rostro, quizás a modo de advertencia.
Llegás temprano, Flaco –dije.
Es la hora –dijo él y se encogió de hombros. Había ganado un poco de peso.
Miré a mis espaldas un reloj de pared. Tenía razón, eran las nueve de la noche. Lo miré e hice una seña con la cabeza. Él asintió e ingresó.
¿Estás listo, Santiago?
Sí... pasa que perdí el sentido del tiempo.
¿Qué hora pensaste que era?
No importa –dije mientras me abrigaba.
Veo que tenés la misma campera de siempre.
No respondí. Revisé los bolsillos del abrigo en busca de ausentes. Tenía todo lo que necesitaba. Subí el cierre y le señalé la puerta.
Vamos, Flaco. No quiero llegar tarde.
Abandonamos la casa y nos dirigimos a la calle. El viento nocturno casi lastimaba. Miré a las alturas, las encontré teñidas de rosa y gris, augurio de tormentas venideras, presagio de tempestades próximas. O sólo la advertencia de buscar un paraguas. ¿Quién podría decirlo? A mí no me importaba lo suficiente. No tenía paraguas.
¿No notás nada nuevo? –dijo El Flaco cuando llegamos a su vehículo.
¿Moto nueva?
Seh, la compré hace tres meses.
Está buena –dije.
Él soltó una carcajada. El eco de una calle cuasi desierta me atormentó durante varios segundos. O tal vez no hubo eco y sólo amplié, con mi imaginación, la tristeza de aquel momento que no quería vivir acompañado y en el afuera.
Seguís sin saber nada de motos, ¿no?
Exacto –respondí.
Dale, subite.
Él se sentó. Esperé a que diera arranque al motor y me senté también. Manejó por calles poco transitadas, que le permitían acelerar sin preocuparse demasiado por una posible colisión. Lo odié. Me costaba respirar y el viento parecía cortar mi piel. Hijo de puta.
Tras un viaje de unos veinte minutos llegamos al centro. Bajó la velocidad. Maniobró entre autos y camionetas, entre colectivos y camiones, hasta llegar a un antro que conocí en otro tiempo. Estaba muy cambiado. Ya no había vidrios sucios, la pintura no se caía de las paredes, no emanaban olas de humo y monóxido de carbono desde el negro interior. El local había sido refaccionado por completo. Piso de madera, iluminación cenital, vidrios claros. Sobre la puerta de entrada, un cartel de luces fluorescentes, una reminiscencia del pasado brillaba, escarlata y espectral.
Zacte –leí, no sé por qué, en voz alta.
¿Te gusta?
Antes era... distinto.
Nosotros también, Santiago. Nosotros también.
Lo miré y asentí. Entramos. Cerca de la puerta, en un pequeño escritorio, me topé con el primer rostro conocido.
¡Miren quién resucitó! –gritó
¡Salamandra! –exclamé al verlo.
Ahora me dicen Mauricio –acotó y se puso de pie.
Nos abrazamos.
¿Qué hacés acá?
Trabajo acá. Yo les conseguí el lugar para que toquen. No te esperaba, loco –dijo. No pude precisar el significado de la expresión en su rostro. ¿Era alivio o decepción?
El Flaco me pasó a buscar. ¿Cuanto es la entrada?
Para vos, gratis.
¿Y para los demás?
También.
Desvié la mirada, sin mover la cabeza, hacia la izquierda, hacia varios pequeños grupos de personas reunidas en círculos. Reconocí a varios antiguos compañeros de andanzas.
Ya vengo –dije.
Dale.
Caminé hacia el centro del recinto. Miraba el piso. Sentía un extraño malestar en el estómago. Mi esfínter siempre ha sido muy fuerte, pero eso no me tranquilizaba. Ahí había luces, demasiadas luces y ninguna sombra para guarecerme, ningún modo de evitar a los funestos y ruidosos humanos. Para qué vine, pensé. Me imaginé a salvo en mi guarida, lejos del mundo, lejos del ruido, a un lado de los estruendos de los motores, del ensordecedor hablar de hombres y mujeres abatidos por vidas que no planearon, que deben cargar como cruces. O como yunques.
Me arrepentí. No sólo de ir, si no también de aquella idea, de aquel anhelo. Lo hizo todo más difícil. Resignado, acepté que no podía escapar. Al menos no de momento.
Saludé a un conocido; los saludé a todos. Manos para los hombres, besos para las mujeres, abrazos para quienes una vez fueron cercanos. Caminé de una célula a otra. En cada grupo parecía haber algún espectro de mi pasado. Las conversaciones fueron vanas, incluso pueriles. Oh, la gente se había movido, no estaban en las mismas condiciones que cinco, diez años atrás. Pero también se mueve el suicida desde la cúspide de un edificio hacia el indiferente asfalto. Un antiguo maestro de las seis cuerdas, iniciado en las artes del shred y el barrido, ahora un aburrido oficinista; una joven atractiva, capaz de mover el centro del universo al piso bajo sus pies, ahora un ama de casa dueña de una sonrisa sin brillo ni encanto; un adolescente tímido, siempre decidido a auxiliar incluso a quienes se burlaban de él, ahora un soberbio gerente de personal en quién-sabe-qué-supermercado. Estaban los mismos de antes. Todos habían cambiado; ninguno había cambiado. Tras la máscara y el pretexto de la juventud fueron siempre esos hombres y mujeres, grises y apáticos, productos de una era ajena y una pasividad propia. El tiempo quitó las aristas, como el escultor los trozos de piedra que cubren la estatua, ya moldeada por el fatalismo. Ahí estuvieron ellos antes, víctimas de los genes y la historia. Ahí estaban en ese momento, anacrónico ahora, diamantes en un sendero inverso, involucionados, carbón, negro y mugriento carbón. Capaces de calentar una noche, de arder con furia y alejar las sombras con su efímero brillo. Y nada más. En breve serían humo. ¿Yo sería, entonces, el espejo necesario para crear la ilusión pretendida, el arrancarle al tiempo un último sorbo de juventud?
La tercera década de vida no encontró a nadie en el lugar en el que quería estar. Yo incluido. Admito que sentí compasión. Pero no demasiada. Quizás me engañaba; quizás era como ellos, y la subjetiva mirada de mis ojos me impedía verlo. No sé. No lo supe entonces y no lo sé ahora. No importa demasiado.
Fui a la barra cuando creí haber cumplido con el mínimo de interacción necesaria para considerar mi presencia en aquel sitio una reunión social. Pedí un whisky. Bebí sin prisas. En el fondo del local, sobre un pequeño escenario, varias personas armaban una batería. Me pregunté si al menos habrían probado el sonido durante la tarde.
No puedo creer que andés por acá –dijo alguien a mis espaldas. Reconocí la voz.
Lo mismo digo, Gaucho.
Él se sentó en la banca a mi diestra. Apoyó el codo derecho sobre la barra y palmeó mi espalda con la mano izquierda.
¡¿Cómo andás?! Tanto tiempo –dijo. Eso, o algo parecido. No presté demasiada atención.
¿Vos cómo andás? –pregunté, sin forzar mi imaginación.
Re bien. Más ahora que volvimos con la banda.
¿Hace cuanto volvieron?
Ensayamos hace un mes. Hoy es la primera fecha.
¿Contento?
Sí. Mirá toda la gente que vino.
La misma de antes –señalé.
Asintió. Permanecimos en silencio por un momento. Pensé que ese fue el tiempo que le tomó descubrir que él y yo sólo teníamos en común un pasado que, intuyo, ni siquiera fue tan bueno como lo recordamos.
Che, yo estoy acá con otra gente. Vine a saludarte nada más. Vení con nosotros. Estoy con Daniel y Waldemar.
¿Estás con quién?
Avispa y El Ciruja.
Ah, bueno. Dale, vamos.
Caminamos los pocos metros que nos separaban del escenario. Nos unimos a un grupo de personas. Reconocí a varios antes de ser visto.
¡Miren quién vino! –exclamó Mauricio.
¡Eh, Gorlin! –dijo el ciruja.
Santiago –murmuró una rubia cuyo nombre no pude recordar.
¡Puto! –gritó Avispa.
Comencé a saludar uno por uno a los presentes. Cuando me encargaba del último, Gaucho llamó mi atención.
¿A ella la conocés? –preguntó mi guía mientras ponía su mano derecha en mi hombro y la izquierda en el hombro de una mujer.
Santiago, Katja. Katja, Santiago.
Joven. Veinticinco, treinta años. El color de su pelo era algún tono sin nombre, a medio camino ente el castaño y el rojizo. Tenía puesto un simple, pero elegante, vestido de noche que cubría sus piernas hasta las rodillas. Botas de caña baja. Medias de red. Tapado de piel artificial. Escote generoso. Uñas largas, agresivas, salvajes, negras como las sombras de mi mente. Labios carnosos, húmedos, sensuales, rojos como la sangre que tiñe las manos de la especie toda. Ojos verde-azules, serenos, tez blanca, casi pálida. Y la mejilla izquierda inflamada de modo apenas perceptible. En la piel amoratada había un patrón que dividía la superficie en cuadrados de perfecta simetría. En el centro de cada cuadrado, como si de una corona se tratase, surgía un cilindro oscuro de punta convexa, pequeño, similar a la espina de un cáctus.
Se acercó a mí y ofreció el lado derecho de su rostro. La imité y nos besamos. Odié ese saludo, tan argentino, pero agradecí su actitud. Supuse que estaría acostumbrada a ciertos espantos. Me pregunté qué le habría ocurrido en el rostro. Intenté no mirarla de nuevo. Quiero pensar que lo logré, pero sólo porque me gusta mentirme de noche en noche. 



Esta historia ha sido dividida en dos entradas para facilitar su lectura. Click ACÁ para ir a la segunda parte.

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Víctimas | Segunda parte


   Katja y yo no hablamos más allá del riguroso hola. Ella le dirigió la palabra a otras personas. Yo hice lo mismo. Pero presté atención a su voz y a la de sus interlocutores. Lo cierto es que me intrigaba. No demasiado, lo admito, pero sí lo suficiente como para enterarme, a través de sus dichos, que tenía amistad con la mujer del baterista de la banda, único miembro nuevo del grupo. 
   Permanecí con ellos. Creo que mis ganas de huir no fueron evidentes. Tal vez mi aburrimiento sí lo fue. Ese no era mi lugar. ¿Acaso había un lugar para mí en algún rincón de cualquiera de estas miles de ciudades pobladas por muertos en vida, vacíos y agotados?
   Tras unos cuarenta minutos comenzó el show. En mi memoria la música de la banda sonaba mejor; en mi memoria los miembros de la banda eran mejores músicos. Ah, tiempo, traidor miserable, artífice de agrias pantomimas interpretadas para la distante percepción de todos nuestros yos futuros, ladrón de los ayeres, carcelero de mis mañanas. Te odio. Tenés que saberlo, del mismo modo que tenés que saber que el agua moja.
   Cuando sonó el cuarto acorde del primer tema, sin ser detectado, me alejé del grupo. Caminé entre la gente hasta llegar a una columna. Apoyé mi hombro derecho y permanecí ahí. Fumé en silencio mientras escuchaba. Pretendía recordar por qué me gustaba Voracius. Fue infructuoso. Palpé el reproductor de mp3 que tenía en un bolsillo. Dudé un momento. Decidí dejarlo estar. Tal vez la velada escondía una sorpresa en sus penumbras.
   Fue al tercer o cuarto tema cuando vi a katjia parada a mi izquierda. Tobillos juntos, manos delante del cuerpo, dedos entrelazados. La miré de reojo. Me devolvió el gesto. 
   –¡¿Te gusta?! –preguntó con un grito necesario. Los recitales de heavy metal nunca han escatimado volumen.
   –¡Sí! –respondí.
   Asintió.
   –¡¿A vos?!
   –¡No!
   Sonreí. Esperaba una afirmación apática, protocolar, sin interés. La vi separar sus manos y tobillos. Adquirió una postura más relajada y cruzó los brazos sobre el pecho. Me miró, esta vez sin rodeos, sin valerse de su visión periférica. Yo giré y apoyé la espalda sobre la columna. Permanecimos así unos cuantos segundos. Esbozó un intento de sonrisa. Dijo algo. No supe qué, no gritó. 
   –¡¿Cómo?!
   Un gesto negativo. Movió los labios. No gritó.
   –¡¿Qué me decís?!
   Negó con la cabeza, seria, solemne. 
   –¡¿Qué me decís?! –repetí.
   –¡Que acá no se puede hablar!
   Me hizo una seña y comenzó a caminar. La seguí en la oscuridad hasta la puerta del edificio. Salimos al afuera. El frío nos golpeó como un boxeador reumático, dolió, pero su contacto no nos derrumbó. Quise, entonces, que la temperatura tuviese una rodilla que quebrar. 
   –¿Qué me decías? –pregunté mientras encendía un cigarrillo.
   –Que no sé cómo le puede gustar a alguien eso.
   La última palabra sonó despectiva. Años atrás le hubiera dicho que no era más que una ignorante en materia musical. Pero en ese momento...
   –La verdad es que ya no sé si me gusta.
   –¿Tan rápido cambiás de opinión, vos? Recién te gustaba.
   –No. Es que antes me encantaba. Y ahora... no sé.
   –¿Cuando fue la última vez que los escuchaste?
   –Hace cinco... no, seis años. La última vez que tocaron.
   No dijo nada. Sólo me miró. Su rostro carecía de toda expresión. Su lenguaje corporal no arrojaba indicios de los pensamientos que hervían en su mente. Me inquietaba. 
   Creo que Katja sintió piedad. Caminó los tres pasos que la separaban de mí yw habló.
   –Dame uno.
   Tardé en comprender que se refería a los cigarrillos. Saqué el atado, abrí la tapa y le ofrecí. Tomó uno por el filtro y se lo llevó a la boca. Le di el encendedor. Arqueó la ceja izquierda. Al fin, una expresión, algo que pude leer.
   –No sos muy caballero –dijo.
   –Soy un berserker. No me gustan las armaduras, son muy pesadas. 
   Rió. No sé por qué. Lo cierto es que el pseudo chiste no tenía ninguna gracia, ni siquiera para mí. Ella giró a la derecha. Dirigió la vista a la distancia. Examiné su mejilla izquierda. Las pequeñas salientes que dominaban cada uno de los cuadrados en su rostro parecían amenazantes. Una idea, encarnada en mil formas, azotó mi mente. Quería hablar. Pero me contuve.
   –¿No vas a preguntar? –dijo sin darse la vuelta para mirarme.
   –No.
   Giró un poco la cabeza. Creo que estaba sorprendida. No importa, duró poco. Dio una pitada al cigarrillo y volvió a perder la vista en el horizonte. 
   –Las otras minas a veces se quejan porque los tipos les miran al escote. Yo no tengo ese problema. Siempre sé qué me miran –murmuró.
   –¿En serio? –pregunté y me paré frente a ella, con la mirada fija en sus pechos. Tenía un magnífico par de tetas. 
   –Sí, en serio –dijo con fastidio, pero sin moverse.
   –Me parece que es un problema de percepción. Lo admita o no, un tipo nunca mira primero un culo. 
   –¿Ah, no? ¿Les gusta estudiar como tiene una el pelo? ¿Les gusta la sonrisa? ¿Les gusta todo, como dicen algunos?
   –Nah. Lo primero que se mira son las caderas, por cuestiones de fertilidad. Estamos diseñados para eso. Del mismo modo que vos estás estás diseñada para sentirte atraída ante una cicatriz en el rostro.
   Levanté la vista. Ella sonreía.
   –Es la evolución. Un resabio primitivo. Un tipo con una cicatriz en la cara fue lo bastante rápido para huir de, o lo bastante fuerte para vencer a, un predador. Un superviviente, poseedor de buenos genes. Ya sabés...
   –...la supervivencia del más apto.
   –Exacto. 
   Arrojé al piso la colilla a medio fumar. 
   –Acompañame –dijo y comenzó a caminar. Decidí seguirla. No me aburría.
   Paralelo a ella, mis pasos imitaron el ritmo de sus pasos. Nos alejamos un poco de la zona céntrica. Miré hacia el este. Pensé en el segundo cordón de la ciudad y en la avenida. Pensé en un cabrón que conocí en 2001. La clase de tipo que habita en bares oscuros, entre putas y ladronzuelos de poca monta. Él me llevaría a una villa o a un prostíbulo. Él me llevó, una vez, a un prostíbulo en una villa. No cogimos. Nada más terminó a las trompadas con un fiolo. Y nunca supe por qué. Ni para qué. Me agradaba. No era aburrido. Me pregunté, entonces, mientras seguía a Katja, si no sería otra de las mentiras que me decía, si la necia memoria no habría moldeado también las huellas que ese sujeto dejó en mi vida. Pasaría un buen tiempo para que pudiera responder a esa pregunta. Pero esa no es esta historia (1).
   Caminamos a través de callejuelas oscuras durante casi una hora. Recorrimos unos siete kilómetros. No hablamos. No quise preguntar cual era nuestro destino. Sabía que cuando se detuviera habríamos llegados. Y se detuvo, sí. Aún cuando evito las calles y sus pobladores, reconocí el lugar de inmediato.
   –¿Ahora es cuando me pedís prestada la campera y decís que mañana la pase a buscar por tu casa? –pregunté mientras miraba los inmensos paredones del cementerio municipal.
   –¿Por qué decís eso?
   –Siempre quise ser parte de una leyenda, aunque fuese una urbana.
   –Con eso no te puedo ayudar, Santiago.
   Se paró delante de mí, con las manos en los bolsillos. Nos miramos sin pronunciar palabra. No pestañeé. Pensé que ella me imitaría, pero no fue así.  
   –¿Ahora tampoco vas a preguntar?
   –¿Qué? –dije y desvié la mirada desde su rostro hacia el muro.
   –Ya veo. ¿Sos necrofilico? 
   –No. ¿Vos sí?
   –A lo mejor...
   Retrocedió dos pasos, sacó las manos de los bolsillos y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Me dio la espalda y comenzó a caminar. La seguí. Nos movimos a lo largo del perímetro, junto al paredón este de la inmensa necrópolis. Comencé a inquietarme. No por su actitud, no por el lugar, sino porque presentía mi error; presentía que el aburrimiento del que creí huir al emular los pasos de esa mujer sólo había dado un rodeo. Me sentí muy estúpido. 
   Llegamos a una entrada lateral, una puerta reja de dos metros de altura, descolorida y herrumbrada. Ella posó sus manos en uno de los barrotes y me miró.
   –¿Venís? 
   Me encogí de hombros, vulgar y apático. Lo único más aburrido que un jodido humano es un jodido humano muerto. Muerte y silencio no son sinónimos.
   Katja presionó la reja hasta que la puerta cedió. Al parecer la cerradura estaba vencida desde mucho tiempo antes y sólo se cerraba a presión. 
   –No dejés abierto cuando entrés –dijo y se adentró en el cementerio.
   La imité y cerré la puerta tras de mí. Caminamos en la oscuridad. Ella marchaba segura, conocía bien el terreno. Me pregunté cuantas veces habría transitado ese sendero. De pronto no fue difícil imaginar a una adolescente segregada por sus compañeros de escuela, no fue duro imaginar los refugios habitados por jóvenes solitarias. Espacios físicos, espacios mentales; los cementerios, el misticismo. Todo teñido por una mancha amoratada, dividida en cuadrados de perfecta simetría, coronados por formaciones cilindricas, similares a espinas. 
   Mientras avanzábamos el mutismo de Katja cobró un significado nuevo. Las dudas me asaltaron. 
   Me costaba mucho distinguir algo en medio de la oscuridad. Nos alejamos de los focos que iluminaban el sector de panteones familiares, a través de pabellones repletos de nichos, hacia las tumbas en el sur. Caminamos sobre el barro, entre lápidas y cruces, hasta una pendiente. Me detuve y alumbré con mi encendedor. Abajo, lejos, estaban los humildes sepulcros de los pobres.
   –Apagá eso.
   –¿Por?
   –Nos puede ver el cuidador.
   Parecía sensato. Guardé el encendedor. Ella caminó un poco más, hasta una tumba de cemento, gris y descuidada. No pude leer la lápida. Intuyo que tampoco podría haberlo hecho a la luz del día. 
   –Seguís sin preguntar nada –murmuró y tomó asiento sobre la losa. 
   –¿Y qué querés que pregunte?
   –¿No tenés miedo? –cuestionó, severa, mientras cruzaba las piernas.
   –No parecés peligrosa. 
   –¿Y yo soy el único peligro acá?
   –No hay lugar más seguro en toda la ciudad. Están todos muertos.
   Soltó una carcajada. Me pareció honesta. Me pregunté a cuantos habría arrastrado hasta ahí antes.
   –No le tenés miedo a los fantasmas, por lo que veo –dijo.
   –Soy ateo. Y vos tampoco parecés asustada.
   –Puedo ser muy buena actriz.
   –¿Te gusta el teatro?
   –No. A vos te debe gustar.
   –¿A mí?
   –Ajá. Me dijeron que sos escritor.
   –Novelista, no dramaturgo. 
   Nos quedamos en silencio, una vez más. Estaba nervioso, lo admito. Ateo o no, esos lugares sugestionan. Al menos un poco. Incluso a mí. Por segunda vez en la noche pensé en cierto cabrón que conocí en 2001. Él se reiría de la situación, supongo. Pero el que estaba ahí era yo. Y no veía nada cómico en la situación. 
   –¿Por qué viniste? –preguntó ella, tras un tiempo difícil de medir.
   –Porque me pediste que te acompañara.
   –Está bien. ¿Pero por qué accediste?
   –No sé... me pareció que no iba a aburrirme con vos.
   –¿No querías cogerte a la mina de la cara?
   –¿Qué?
   –Así me dicen, ¿no? “La mina de la cara”. Escuché a varios que me decían así.
   –¿Esta noche?
   –Esta y todas las noches.
   –Me da igual lo que tengás en la cara, la verdad.
   –Qué tierno.
   –No te creas. 
   Silencio. Katja apoyó el codo izquierdo sobre la rodilla derecha y descansó el mentón sobre la palma de la mano. Los dedos cubrían buena parte de la marca en su rostro. 
   –Bueno, Santiago, te bancaste que no te hablara durante una hora, me seguiste hasta el cementerio. Supongo que ahora querés tu premio.
   Apoyó la mano derecha sobre mi entrepierna. 
   –Te seguí hasta el fin del mundo, hasta el fin de miles de mundos. Pero no fue una proeza –dije.
   Ella bajó el cierre de mi pantalón y extrajo el miembro. Inclinó un poco su cuerpo y rozó mi glande con sus labios. Sacó un profiláctico de su cartera.
   –Yo me cuido –dijo.
   Asentí. Me puso el preservativo y lamió el tronco del falo, despacio, sin prisas, hasta llegar al glande. Su lengua se deslizó como una serpiente ágil y atrevida sobre el orificio. Introdujo el pene en su boca, poco a poco, hasta llegar a la base. Movió el cuello hacia atrás. Y hacia adelante. Atrás. Adelante. Atrás. Adelante. Se movía como si mantuviera el ritmo de una sinfonía imaginaria. La cadencia no cambió durante varios minutos. En algún momento comenzó a masturbarme mientras concentraba su boca en el glande. Apoyé mi mano en su cabeza. Ella elevó el mentón.
   –¿Así? –preguntó. 
   Cerré los ojos y presioné su nuca con mucho cuidado. Ella succionó un poco más. Apretó mis testículos. Dejó escapar un gemido, ahogado por mi verga. Era buena actriz. 
   Se puso de pie y me empujó con suavidad. Comprendí de inmediato. Me senté sobre la losa. Ella subió su vestido hasta la cintura y corrió a un lado la diminuta tanga que usaba. Abrió los labios vaginales con una mano y con la otra guió mi pija. Descendió hasta quedar sentada a horcajadas sobre mí. El tapado se deslizó un poco. Sus hombros quedaron a descubierto. Solté sus tetas, abracé su cintura y me acerqué a sus pezones. Mi miembro estaba dentro de su concha. Chupé desesperado, como quién halla agua en el desierto tras días perdido en el árido océano de arena. Katjia comenzó a cabalgar. La ayudé con mis brazos. Apoyó sus manos en mi pecho. Me acosté sobre la tumba. Arqueó la espalda. Aumentó la velocidad. 
   La sensación era extraña. El frío en mi espalda, el calor en mi pecho. Y debajo, a dos metros bajo tierra, una legión de gusanos en plena orgía. Tragaban trozos de carne putrefacta, comían muerte, excretaban vida. Justos y tiranos se pudren igual en las entrañas de la tierra. Y sus cadáveres apestan del mismo modo. Al principio nos expulsan a la existencia a través de un hueco húmedo y a un hueco húmedo volvemos al final. Otra madre, otras tinieblas, un festín natural en el verdadero útero sustituto. 
   Las raíces y los animales que las devoran y sus predadores y el hombre, Destructor de Mundos, todos caen, todos son devorados por el suelo. ¿Dónde está el mal? ¿En las carcasas de la virtud, disueltas en el negro humus? ¿O en el mismo humus que alimenta las raíces de la ignorancia? ¿Está en la osamenta de un psicópata muerto o en la actitud de los irrespetuosos que cogen sobre su tumba?
   Katja se recostó sobre mí e intentó acostarse sobre la losa. Me levanté y le permití ocupar el espacio. Abrió las piernas. De rodillas volví a penetrarla. Tomó mi cara entre sus manos y me guió a su rostro. La besé en los labios. Ella abrió la boca y el breve roce se transformó en contacto pasional. Levantó las piernas y me abrazó con ellas. Presionó mi cabeza, me guió a sus tetas. Volví a deleitarme. Apreté sus nalgas con ambas manos. Pude oírla gemir. Creo que fue honesta, al menos esa vez. 
   Subió sus piernas hasta que las pantorrillas tocaron mis hombros. Tomé sus gemelos y me incliné hacia adelante, pero no demasiado. Me costaba mantener el equilibrio, el cemento me lastimaba. Susurró algo, no pude entender qué. Se apoyó sobre los codos, intentó incorporarse. Miré a los lados. Por un momento creí que habíamos sido sorprendidos. 
   –¿Estás listo, ya? 
   –No... –murmuré.
   –¿No querés acabar?
   –Te espero a vos...
   –No esperés nada.
   A los empujones hizo que me apoyara sobre la lápida. De rodillas, una vez más, me sacó el preservativo y comenzó a chuparme la pija. Veloz, decidida, casi desesperada. ¿Querría ya salir de ahí?
   –Dale hijo de puta, acabame.
   Ya no chupaba. Sólo frotaba. Pajeaba con fuerza, me hacía un poco de daño. Tenía claro que estaba apurada.
   –Dame la leche –dijo y lamió el glande.
   Sentí cerca el orgasmo. Intenté ralentizarlo, pero fue en vano. Ella también lo notó. Tomó mi mano derecha y la acercó a su cara.
   –Dame la lecha. Damela toda. ¡Acabame en las tetas! – exclamó.
   Apuntó mi miembro a sus pechos y aumentó un poco más la velocidad con la que movía su mano. Guió la mía hasta su mejilla izquierda y presionó mi palma sobre su rostro.
   Mientras me estremecía, sentí esos cilindros como espinas pinchar mi carne. Aumentó la fuerza en ambas manos. Temblé. Frotó mi verga sobre sus tetas y mi mano sobre sus espinas, movió ambas partes de mi cuerpo sobre su anatomía, mi piel se rasgó en el mismo momento en que estallé. Un chorro de semen tiñó de blanco su cuerpo; cuatro gotas de sangre tiñeron de carmesí su cuerpo. Pensé en los perros y sus dominios, la orina que delimita un territorio; los gatos y sus conquistas, el aroma que anuncia la propiedad.
   Katja me soltó. Miré mi palma: estaba bastante lastimada, pero nada de gravedad. Sacó de su tapado un pañuelo descartable y limpió sus pechos. De pie, ambos, acomodamos nuestras ropas. Sólo entonces me percaté del frío.
   –¿Te gustó? 
   –A mí sí, a mi mano no –respondí.
   –Vamos afuera a fumar un pucho –dijo y me dio la espalda.
   Salimos por el mismo camino por el que entramos. Caminé cabizbajo, ido, fuera de sitio. No tenía muy claro qué había ocurrido. El orgasmo había sido fuerte, sí, pero no era eso, no. 
   Una vez en la calle saqué dos cigarrillos y los encendí. Le di uno. Ella se apoyó en el muro y fumó en silencio. Me miraba, pero no había emoción en su rostro. Ni satisfacción ni decepción, ni ira ni afecto. Sólo un vacío inmenso, indiferente. 
   –¿Ahora sacás el celular y me pedís mi número para llamarme mañana? –preguntó cuando casi había terminado su cigarrillo.
   –No tengo celular.
   Sonrió. Bajó la mirada. Soltó la colilla y la aplastó con la suela de su bota. Elevó el mentón y exhaló los restos de humo que aún tenía en los pulmones.
   –Felicitaciones. Ganaste.
   –¿Ah sí? 
   Asintió.
   –No sabía que era un juego todo esto.
   –Competencia –murmuró.
   Me pregunté si se refería a una contienda o un piso de aptitud.
   –No rogaste, no mentiste, no hiciste preguntas. Fingiste bien.
   –La verdad es que no hice nada. Ni siquiera fingir. Yo soy así las veinticuatro horas del día.
   –Casi te creo. 
   Miré mi mano. Aún sangraba un poco.
   –¿Ahora sí querés preguntar algo?
   –No, creo que voy a dejar las cosas como están.
   Asintió tres veces. Luego comenzó a caminar. Me quedé ahí, obnubilado por la confusión. La vi desaparecer tras una esquina. Nunca miró atrás. Fumé otro cigarrillo y luego caminé en busca de un taxi. Regresé a mi casa, aunque era bastante temprano. Dormí bien. 
   Si hubo sueños no los recuerdo. 
   Alrededor del mediodía sonó el teléfono. Llevaba una hora despierto, pero me fastidió de todas formas. Caminé hasta el escritorio, el frío del piso me recordaba los hechos de la noche anterior. No supe si eso era bueno o malo.
   –Espero que sea importante.
   –¿Santiago?
   –No si van a ser los tres reyes magos. ¿Sos vos, Flaco?
   –Sí. Llamaba para ver si estaba todo bien.
   –¿Por qué iba a estar todo mal? 
   –Desapareciste anoche.
   –Ah, sí. Es que me fui con Katja.
   –¿Con quién?
   –La amiga de la novia del batero nuevo.
   –No caigo.
   –La mina de... la cara.
   –Uh...
   –¿Uh qué?
   –No, nada, es que...
   –¡¿Qué?! –exclamé, sin saber si mi furia fue desatada por tener que responder el teléfono o por el tema de conversación. 
   –Nada, nada.
   –Nada no. 
   –Es que esa mina...
   –¿Qué tiene? ¿Sida? ¿Cleptomanía? ¿Lleva muerta diez años? ¿Es terrorista? ¿Ladrona? ¿Asesina? ¿Puta? ¿Qué, Flaco, qué pasa con ella?
   –No, puta no es... ¿te dijo de qué labura?
   –Flaco... –sentí náuseas.
   –Vende videos porno amateur a una productora, tipo cámara oculta. Mi señora me mostró un par. ¿Vos te fuiste a la cama con ella?
   Corté la llamada. Me puse de pie, un poco mareado. Caminé al baño, pensé que iba a vomitar. No ocurrió. Inspiré profundo y regresé al sofá. De pronto, solté una carcajada. Reí durante varios minutos, incontenible, irrefrenable. Encendí un cigarrillo cuando me calmé. Di una pitada larga, profunda, y me regalé cuatro palabras:
   –Víctimas, todos lo somos.






1- Pueden leer lo referido a esa otra historia en la novela “El Tedio”, de próxima aparición.


Esta historia ha sido dividida en dos entradas para facilitar su lectura. Click ACÁ para ir a la primera parte.

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