INOLVIDABLE

>> jueves, 27 de septiembre de 2012



NOTA: Este cuento fue escrito para un concurso. Ya anunciaron la pre selección, donde no figuro, como suele ocurrir. No sé si soy muy mal autor o nada más tengo pésima suerte. Voy a suponer lo primero, al menos de momento. Bajón, de nuevo. Acá tienen este cuento de mierda, por si alguien lo quiere leer. Sigan los enlaces en cada entrada para conocer el "universo expandido" que le hice al texto, para que lo valoraran más. Al pedo.

PS: Para variar, Kohan estaba en el jurado. Ese tipo SIEMPRE está cuando me bochan. Es decir, ese tipo SIEMPRE está. 

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INOLVIDABLE


Timbre. Salgo del aula, mochila al hombro, inadvertida, como un espectro perezoso y torpe, sin carácter suficiente para espantar a los vivos. Camino por los pasillos. Otros comienzan a ocupar el lugar a medida que las puertas se abren. Gritos. Euforia. ¿Un sonido tan simple, un receso tan breve, puede liberar tantas endorfinas? ¿O sólo se comportan acorde a lo que se espera de ellos?

Da igual. Hoy todos ellos son figurantes en mi drama privado. El momento me pertenece. Ya fui una figura pintada en la pared de sus comedias. Ahora es mi turno. Y será grandioso.

Subo la escalera. Me cruzo con tres especímenes interesantes. Por algún motivo no estaban en el aula. No sé sus nombres, apenas si hablan. Pero los nombran mucho. No importa qué les digan, nunca responden. Nunca parecen enojarse. Nunca nada. Son bastante ridículos, todos lo dicen, pero nadie sabe porqué.

Ellos me ignoran. La escalera es bastante ancha, sólo se hacen a un lado mientras bajan, mientras asciendo. Acá no pasó nada; acá no pasó nadie. Y está bien así.

Llego al tercer piso. No hay aulas, sólo sanitarios, oficinas y la biblioteca. Las preceptoras no están. El ordenanza tampoco. Abro la puerta del despacho principal. No cerraron con llave, para mi fortuna.

Dejo la mochila sobre el escritorio, un armatoste del siglo XVIII. Pesa casi doscientos kilos, según la rectora. Servirá. Abro las ventanas, dan al patio. Estoy a unos veinte metros de distancia del suelo. No es un panóptico, pero se puede ver a la mayor parte de los alumnos.
Eso no me importa. Lo relevante es que ellos podrán verme a mí cuando llegue la hora, en pocos minutos.

Me quito el guardapolvo y lo arrojo al piso. Se siente bien, al fin, liberarme del uniforme de la prisión. Abro la mochila. Saco la soga. El nudo está bien preparado, como lo dejé anoche. Amarro un extremo a la pata del escritorio. Lo ajusto. Tiro con fuerza. Resiste bien. Miro el reloj. El recreo terminará pronto. No hay tiempo para demoras. Ajusto el otro extremo de la soga a mi cuello. Hora de abrir el telón. Jamás me olvidarán.

Escucho un estruendo ahí abajo. Me estremece. Alguien grita afuera. Otro estruendo. Y otro. Y otro. Y otro. Más gritos, pánico y dolor, ira y angustia, las emociones casi pueden olerse en el aire.

Corro hasta la ventana. El patio está casi desierto. Hay varias personas ocultas tras un cantero. Hay otros tirados en el piso. ¿Se mueven? Uno sí. Grita un insulto. Alguien se aproxima a él, uno de los tres que crucé antes. Tiene un arma. No duda en apretar el gatillo.
De pronto siento frío. Todo se vuelve irreal, absurdo. Los estallidos de la pólvora y los gritos repiquetean, átonos y pluriformes, en mi cabeza. Mareada, retrocedo. Apoyo las manos sobre el escritorio. Mi respiración es entrecortada. Permanezco estupefacta. Segundos, minutos, horas, no sé cuanto tiempo. Sí sé que la vorágine se aproxima. Los gritos, los estruendos, y ahora también el ruido de pasos en fuga, abandonan la planta baja. Suben. Cerca, cada vez más cerca, hasta llegar a este pasillo. A la puerta. Abren. Son ellos, los tres. Entran.

Los veo hacer gestos, muecas. Supongo que son señales, códigos que sólo ellos comprenden. El más alto camina hasta mí y apoya el caño de su revolver sobre mi frente. Irónico: tengo miedo.

Mira a sus compañeros. El más bajo niega con la cabeza.

–Dejala –dice.
–¿Seguro?
–Sí. “La Chancha” tiene sus propios problemas. No nos necesita.

La Chancha, pienso. ¿Tengo un apodo?

Él baja el arma. La guarda en el cinto. Retrocede. Salen. Murmuran algo. En la distancia escucho sirenas, ambulancias, patrulleros. No
sé si acuden rápido o demasiado tarde.

Miro la soga en mi cuello. La toco con suavidad, como si le regalara una caricia. Vuelvo a la ventana y la cierro. Deshago el nudo. Ya no sirve a ningún propósito.

Soy La Chancha. No necesito morir.  

4 Huellas:

Anónimo,  10 de octubre de 2012, 20:37  

Me gusto mucho.

peter_traicer 14 de octubre de 2012, 15:51  

Viejo, primera vez que entro a tu Blog. Primera vez que se algo de ti.
Primera vez que leo uno de tus textos.

Pero me haz producido una sensacion que conozco muy bien, y que lamentablemente no suele pasarme, la sensacion de estar leyendo algo bueno. ALGO MUY BUENO.

Seguire tus publicaciones, y leere tus cuentos, aqui tiene un fan.

Muchas gracias por ese texto, y esos minutos de leer algo de calidad.

Diego Terán 16 de octubre de 2012, 20:49  

Gracias a vos, Peter. Es un placer que alguien se interese por mi trabajo. Acá estaremos.

Abrazo.

D.

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