Los Primeros Desaparecidos

>> martes, 29 de diciembre de 2009

Todos recordamos a Julio Lopez, el obrero que desapareció cuando debía declarar en un juicio contra los represores.

Reclamamos su aparición. Con vida. Y nuestros reclamos quedan en la nada. Tristes tradiciones de la milica América del sur, la tortura y el homicidio, el secuestro y la violación. Los soldaditos se creen excentos de todo. La policía no es diferente.

Es probable que casi todo el que lea esto recuerde la historia reciente Argentina. Sobre eso han corrido ríos de tinta. Sabemos de Julio Lopez, de los 30 mil cuerpos que pasaron por la ESMA, por el Olimpo, por infinitas comisarías. ¿Pero quién fue el primero? ¿cómo empezó esta práctica inhumana? ¿quienes fueron las primeras víctimas de la contumacia del sistema?

Para responder estas preguntas debemos remontarnos más de 80 años en el pasado.

Es la década del 20. Argentina se forja día a día, en los campos, en las fábricas, en los sindicatos, desde las redacciones de los medios oficiales y la contrainformación obrera. Las olas de inmigración italiana han traído a los desposeídos que huyen de una guerra absurda. Y con ellos traen sus ideas.

Las primeras huelgas y actos de lucha en la conquista de derechos mínimos -entonces inexistentes- dejan tendales de cadáveres y prisioneros. En este contexto nace el Comité Pro Presos y Deportados, organismo que hoy en día tiene su encarnación en la Black Cross. El secretario general de este comité era un hombre llamado Miguel Arcángel Roscigna, un dirigente metarlúrgico que no cree en el paro ni en la movilización.

Su vida es un ejemplo de la desesperada lucha de una persona que no piensa permitir que el sistema lo aplaste sin dar una buena batalla.

Pretendía liberar él mismo a Simón Radowitzky. Consiguió ser nombrado guardia en el penal en el que estaba recluido el mártir, pero pronto la policía lo supo por lo cual fue cesanteado y expulsado de tierras fueguinas. Antes de marchar, incendió la casa del director del penal, hombre que, lisa y llanamente, hizo la vista gorda cuando tres guardias y el subdirector violaron a Radowitzky.

Los grupos de anarquistas llamados expropiadores (modernos Robin Hood que daban lo obtenido a las familias de sus compañeros caídos en desgracia y financiaban la edición de libros y periódicos) eran perseguidos por la ley y agredidos incluso por las otras corrientes libertarias. No tenían paz, en general. Roscigna pertenecía a estos.

En 1925 se produce un osado asalto al Banco Nación. Varios hombres enmascarados, con pistolas negras. El que habla tiene acento español. Infunde temor en cada grito. La policía lo busca. Eventualmente lo encontrará y condenará a muerte. Pero no será nada original. España y Francia también lo condenarán a muerte. Argentina lo expulsará y seguirá sin ser original, porque otros siete países harán lo mismo. Intentarán desaparecerlo, pero el primer precedente no se pudo sentar por un motivo insoslayable: ese hombre se llamaba Buenaventura Durruti y once años más tarde, en 1936, derrotaría al ejército fascista de Franco con 3000 milicianos muertos de hambre y mal armados, preservando así Madrid del golpe de estado. Al menos por un tiempo.

Con Durruti, máximo héroe del anarquismo en la guerra civil española, estaban Rosigna y Andrés Vázquez Paredes, con él se formaron en el calor de la lucha.

El 24 de julio de 1927, tras los atentados contra el monumento a Washington y le embajada de USA en Buenos Aires (atentados con perdidas materiales pero sin víctimas) la policía detiene a varios acratas, entre ellos Roscigna.

Él miente en los interrogatorios. Dice que todo está atrás, que el anarquismo fue algo de juventud, que ahora se preocupa por otras cosas, primordialmente por su familia.

Lo cierto es que Rosigna no era un carenciado. Vivía en una casa modesta pero con todas las comodidades de la época, era apreciado por su jefe, respetado por sus compañeros y vecinos, tenía una familia que alimentaba. Su motivo era el sufrimiento de los demás.

Lo liberan. No pueden retenerlo. Pero la postura de los uniformados queda muy clara en las palabras que el subcomisario Buzzo le dice:

–Tenés dos posibilidades: irte a críar gallinas a La Quiaca, meterte en un seminario y estudiar de cura, o directamente suicidarte así nos ahorrás el trabajo, porque la próxima vez que te encontremos en alguna calle de Buenos Aires te baleamos, te ponemos una pistola en la mano con cápsulas servidas y te caratulamos resistencia a la autoridad.

Roscigna, aunque seguro tampoco entendió cuales eran las dos únicas de las tres opciones que le dieron, sabía que ya no podría permanecer dentro de los márgenes de la legalidad.

El 1ro de octubre de 1927 Rosigna, Paredes y otros dos hombres (los hermanos Moretti) asaltan la el Hospital Rawson. Esperan el día de cobro en la guardia, disfrazados con vendas en la cabeza. El pagador saca el arma, uno de los cuatro hombres es más rápido. Resultado: policía muerto.

Se exilian en Uruguay. La policía sigue sus pasos de cerca debido a la traición del dueño del garage donde dejan su auto. Cruzan el Delta con la ayuda de Bustos Duarte, un barquero colaborador del movimiento libertario.

Todo parece claro. Las autoridades argentinas piden la colaboración de la policía uruguaya. Les pisan los talones. En cada localidad los anarquistas dejan testigos de su paso: desenbarcan en Palmira, de ahí van a La Agraciada, siguen por Drabble, arriban a Soriano y continuan hasta Mercedes, en Cardona paran a dormir, como no podía ser de otra manera, en un hotel ¡frente a la comisaría!

Tras llegar a Montevideo se refugian en un barrio poblado en su mayoría por libertarios. Y se hace silencio.

El asalto al Rawson fue uno de los hechos más comentados por la población durante la década del `20. La audacia era inexplicable. Cuatro tipos solos se la juegan, regalan la mayor parte de dinero, huyen con la policía atrás, matan a uno, se van a otro país donde la persecución continúa, llegan a destino y desaparecen. El periodismo amarillo explotó esto. La burla a la policía era constante. Y los uniformados, humillados por sus propios actos como siempre, no iban a quedarse de brazos cruzados.

Al poco tiempo los Moretti trasladan a sus familias. Al mismo momento llegan a la ciudad tres catalanes del grupo Durruti con una nota para Rosigna. El héroe del pueblo (como sería llamado después) lo invita a sumarse, la guerra es inminente y lo necesitan en Europa. Rosigna, amablemente, declina la propuesta.

Los Moretti con los catalanes planean un golpe. Roscigna les dice que no es momento para actos de expropiación, que deben mantener un perfil bajo no sólo por ellos, sino por las campañas de liberación de otros prisioneros. Los cinco hacen oídos sordos y cometen un asalto que deja tres muertos y otros tres heridos.

Caen presos rápido. Rosigna vuelve a Argentina y participa en otros actos de expropiación, incluyendo el ataque a Obras Sanitarias con Severino di Giovanni, donde debieron huir de más de 250 enemigos, entre policías y militares, así como el ataque al sanguinario comisario Velar en Rosario, donde ex profeso no se lo mata sino que se lo desfigura.

La búsqueda de fondos tenía como fin la liberación de varios compañeros detenidos en el penal de Punta Carretas, en Montevideo.

Se instala una carbonera en regla. Trabaja durante un tiempo. Luego el matrimonio (Gino Gatti, un anarquista italiano junto a su compañera) se retira. El lugar se cierra.

El 18 de marzo de 1931 la policía rodea la carbonería. Los vecinos han denunciado a unos desconocidos. Suponen que tratan de desvalijar el negocio. Nada de eso. No vienen, sino que van.

Los anarquistas habían hecho un túnel de 50 metros desde la carbonería hasta uno de los baños dentro del penal. A la hora de la fuga, Roscigna y sus compañeros (los ya mentados Gatti y Paredes, más Manuel “capitan” Paz, un compañero en el asalto a Obras Sanitarias y Malvicini, un joven que colaboró con Severino di Giovanni hasta el fusilamiento de este) levantaron el piso del lugar para la liberación de uno de los hermanos Moretti (el otro se había suicidado) y los tres catalanes compañeros de Durruti. Pero algunos presos comunes, al ver la salida, simplemente se colaron.

Tres autos esperaban a los acratas. Tres autos que lograron utilizar. La sincronía fue perfecta. Otra burla hacia el sistema.

Aún así, las cartas ya estaban sobre la mesa y los anarquistas tenían la peor de las manos. Sólo nueve días de libertad pudieron disfrutar. Fueron delatados por un antiguo recluso, compañero de pabellón de Moretti, que fue liberado y obtuvo trabajo en la perrera. Siguiendo un can que se le escapaba descubrió, por accidente, donde vivían los anarquistas y, sin más, los denunció a la policía en un acto que sólo puede ser digno de un lumpen.

Así, Roscigna, Vázquez Paredes, el capitán Paz y Malvicini caen presos.

Detrás de toda la movida se encuentra el comisario Fernandez Bazán, humillado una y mil veces por cuanto anarquista pisó suelo argentino, que hasta llegaron a cometer actos de expropiación y huyeron ¡a pie!

Bazán pide la extradición a través de la cancillería Argentina. Quiere sangre. Matías Sanchez Sorondo, Ministro del Interior, renombrado por los libertarios como Sanchez Sorete, responde con celeridad ya que odia a los anarquistas incluso más que a los Yrigoyenistas que poco antes habían derrocado.

Roscigna sabe lo difícil de su situación. A él no le tiembla el pulso, pero a Bazán tampoco. Ser entregado a las autoridades argentinas es morir, haga o no algo. Se lo dejaron bien claro años antes, la única vez que pudieron detenerlo.

Toma un decisión apurado por el tiempo. Se acusa ante los uruguayos de haber robado tres vehículos para el escape del penal Punta Carretas. Vázquez Paredes, el “capitán” Paz y Malvici lo imitan.

Mientras dure el juicio no podrán ser trasladados. Se los condena a seis años de cárcel. Pero a Bazán no se les escaparán. Quiere aplicar la mano dura. ¿Cómo dejarlos vivir después de tantas humillaciones? ¿cómo, si no están lejos de convencer a la gente de la completa inutilidad de la policía Argentina?

Por la culata le saldría el tiro a Bazán cuando tiempo después, en Madrid, ese otro hombre que tanto odiaba, Buenaventura Durruti, al mando de los milicianos de la Columna Durruti no sólo diera a las fuerzas sublevadas españolas la mayor paliza jamás recibida por un ejército fascista, sino que impidiera el levantamiento en Barcelona y liberara de la opresión muchos pueblos donde la figura de la policía, como la del estado, fue abolida. Y durante tres años, según las declaraciones de quienes vivieron el momento, la sociedad sólo prospero, materializando el menor índice de crímenes de la historia. Sin policía. Sin estado. Sin capital.

El 31 de diciembre de 1936, cuando comienzan a lograrse los mayores logros anarquistas en Europa donde el fascismo es aplastado en cada intento de tomar el poder, Roscigna, Vázquez Paredes, el “capitán” Paz y Malvici terminan su condena. Les aplican la “ley de indeseables” y los embarcan con rumbo a Buenos Aires. Al llegar no logran moverse. Los uruguayos los entregan a los jueces que entienden en la causa del Hospital Rawson. Se los sobresee por falta de pruebas. Al “capitán” Paz lo trasladan a Córdoba debido a otra causa judicial, de donde será liberado tiempo después, a punta de pistola, por otro grupo libertario.

Entonces comienza la odisea. La hermana de Rosigna y Antonio Rizzo, quien tomó la secretaría de la Comisión Pro Presos, averiguan el paradero de los tres anarquistas: La Plata; en La Plata les dicen que está en Avellaneda, de Avellaneda los envían a Rosario, de Rosario a la comisaría de Tandil, y así sucesivamente.

Se pierden las pistas por un tiempo. Luego, en la Isla Maciel, un pescador ve bajar a tres hombres de un celular, directo a la comisaría de Dock Sud. Reconoce a Rosigna. Se le avisa a Apolinario Barrera, un periodista de Diario Crítica, quien publica en primera plana el hecho.

Y acá terminan los traslados. Nada más se sabe de los tres hombres. Por mucho que los anarquistas insisten y presionan, no hay datos. La CNT de España y la FAI (Federación Anarquista Ibérica) aportan fondos para la búsqueda del trío. Todo resulta infructuoso. Nadie sabe nada. En ningún lugar estuvieron. No se los vio.

Pasado el tiempo un oficial de Orden Social habla con los grupos libertarios de modo confidencial.

–No se rompan más muchachos; a Roscigna, Vásquez Paredes y Malvicini les aplicaron la ley Bazán, los fondearon en el Río de La Plata.

Nunca se encontraron los cadáveres. Del caso nadie habló. Este hecho oscuro marca el comienzo de la tradición “desaparecedora” del terrorismo de estado en Argentina. Policías y militares lo hacen desde aquel maldito 31 de diciembre de 1936. En 84 años la tradición de las malditas (e inútiles) fuerzas armadas y policiales (aún más inútiles, si tal cosa es posible) no ha cejado. Nunca se detuvieron. Dictadura o democracia, las torturas, los secuestros, los homicidios y las desapariciones continúan.

Hoy, en las postrimerías de 2009, se rumorea un golpe de estado. Este cronista espera que sólo sea un rumor. Porque si ocurre sólo puede pasar lo mismo de siempre. A menos que cambiemos hoy y decidamos dejar de ser representados y hacernos presentes. Lo cual, en el contexto planteado, significa salir a la calle a deponer a los militares que quieren masturbarse con la constitución y limpiar sus rectos con la bandera a la que tanto amor profesan, ellos como la sociedad civil. Tendremos que imitar al heróico pueblo español de 1936 y salir a combatir el fascismo. O ver como treinta, sesenta, cien mil hombres y mujeres vuelven a desaparecer.

No tengo esperanza, conociendo los antecedentes, de ver al pueblo en armas listo para dar batalla. Pero creo que aprendimos la lección.

No pretendo ser original cuando cierro este artículo:

¡Nunca Más!

Fuentes:

Los anarquistas expropiadores (Osvaldo Bayer).
El corto verano de la anarquía (Hanz Magnus Enzensberger)
Acratas (Virginia Martinez; documental)

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