Los Hechos de Jacinto Aráuz

>> miércoles, 9 de diciembre de 2009

Los Hechos de Jacinto Aráuz

Jacinto Aráuz no es un QUIEN sino un DONDE. Es un pueblo en plena llanura, en el linde entre la provincia de La Pampa y Buenos Aires. Es un lugar que sobrevive en la actualidad como resort vacacional, según su página de internet. Ganó un lugar en el mapa porque el célebre René Favaloro pasó sus epocas como médico rural en este municipio. Incluso hay un museo para homenajearlo.

Pero más allá de estos pintorescos datos en Jacinto Aráuz, 89 años atrás, ocurrió un hecho único en toda la historia argentina. Hecho anecdótico quizás, pero enterrado en las arenas del olvido, perdido, ignorado. La gente no habla. La página del pueblo no relata los trágicos sucesos de aquel 9 de diciembre de 1921. El miedo, la desidia, la tristeza y una tragedia cuantitativamente mayor han relegado al olvido a los tenaces rebeldes de Jacinto Aráuz.

Acá los hechos.


En 1921 terminaba el primer gobierno de Yrigoyen. La lucha de clases en un mundo dividido había dejado miles de muertos, victorias y derrotas. Las grandes victorias para las clases bajas fueron referidas al derecho: se crearon y reformaron leyes y códigos en beneficio del explotado trabajador, no en la constitución, pero sí en los convenios con la patronal.

En la inmensa llanura pampeana se levantaba la cosecha. Esto describió sobre el trabajo, en una entrevista de Osvaldo Bayer, un peón que lo vivió en carne propia:

Lo más penoso no era el trabajo en las chacras, no importa lo agotador de la tarea, sino que lo inaguantable era el trabajo en las máquinas trilladoras, verdaderos lugares de esclavitud. Los horarios, por lo regular, eran desde las 4 de la mañana hasta las 11 de la noche, la comida se
componía de un puchero de carne de oveja con una sopa de arroz y galleta dura. Los maquinistas eran los dueños de las trilladoras que hacían campañas de leguas y leguas de campo- respaldados por la policía y apañados por los políticos lugareños (casi siempre conservadores) eran la única justicia imperante. Si por el viento se podía gastar más la correa del motor, se hacía trabajar a los
horquilleros contra el viento, es decir, que recibían en la cara toda la tierra y la paja que volaba.

Junto a los peones estaban los estibadores, quienes debían transportar las bolsas con la cosecha a los graneros. Muchas veces, se exigía, para mejorar la productividad, que el trabajo se hiciera al trote.

Estas bolsas tenían que ser transportadas en la espalda, ya que pesaban unos 80kg.

La FORA (Federación Obrera Regional Argentina), sindicato horizantal independiente (antítesis de la CGT peronista, vertical y servil, que sobrevive hasta nuestros días) presentó un pliego de condiciones a los cerealistas. Trascribo el documento:

El peso de la bolsa será de sólo 70 kilos; los horarios serán de ocho horas diarias de trabajo de cuatro y cuatro, no se permitirá el consumo de bebidas alcohólicas ni el uso de armas en los lugares de trabajo; en lo que toca a la corrida de vagones, tapado de chatas, movimiento de 'burro', como movimiento de balanza, se cobrará extra; el trabajo no será al trote sino al paso normal de hombre.


La lucha, plagada de infamia, asesinatos, procesos ilegales y falsos, logró que las demandas del sindicato fueran oídas y acatadas. La mayor parte de los empresarios cerealeros debió firmar el pliego.

El caso de Jacinto Juarez es, además, vital ya que elimina la figura del capataz. Los obreros sólo aceptarán al capataz como compañero. El trabajo que antes hacía este será hecho por el delegado semanal (rotaban en el cargo cada semana, valga la redundancia).
Esto es relevante porque el capataz, quien pagaba los sueldos, recibía un extra por cada bolsa de cosecha estibada SIN TRABAJAR. De este modo se terminaba el parasitismo, ya que ese extra, cobrado de todas formas, se dividía en el total de hombres que participaron de la cosecha.

A principios de diciembre de 1921 se presentó ante los obreros de Jacinto Aráuz un hombre de apellido Cataldi, quien dijo ser el nuevo capataz. Los obreros le exhortaron a retirarse, sin violencia, pero con una amenaza implícita. El tipo se fue.

Días después se pidió una reunión en Bahía Blanca, la ciudad más cercana. Los obreros enviaron tres delegados a la vecina ciudad. Se les informó que algunos chacareros protestaban debido a un punto (el peso de las bolsas). Si algunas excedían lo impuesto en el pliego ellos cobraban más. Se le prometió a la FORA que si dejaban sin efecto la clausula que hacía referencia a este aspecto no sería enviada una nueva cuadrilla.

La Sociedad de Resistencia de Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz aceptó.

El punto es que nadie esperaba esto. La petición de la burguesía era un mero pretexto para acabar con los anarquistas en la zona.

Tenían, de hecho, preparada toda una cuadrilla para reemplazarlos. En efecto, el hombre que se presentó poco antes como Cataldi era su capataz, pero también era miembro de la infame y ominosa Liga Patriotica Argentina, quienes, como parte de sus objetivos, pretendían reprimir toda actividad libertaria.

El 8 de diciembre el delegado Machado fue a entregar las llaves de los galpones al dueño cuando este le informó que al día siguiente se ocuparía todo el trabajo la nueva cuadrilla. Sin mediar NADA, y ellos habiendo aceptado las condiciones de los empeladores, los estaban echando de sus trabajos.

De inmediato se dio la voz de alarma entre los trabajadores, en Jacinto Aráuz y en los pueblos vecinos Bernasconi y Villa Alba (esta última llamada en la actualidad José de San Martín).

A la madrugada se realizó una asamblea extraordinaria para decidir el curso de acción. Estaba claro: se defenderían los puestos de trabajo.

Tomaron los galpones. La nueva cuadrilla no pudo entrar. Estaba a punto de empezar el enfrentamiento, todos iban armados. La voz de la policía los invitó al diálogo. Guardaron las armas. Machado envió entonces un telegrama vía telégrafo al superintendente de Bahía Blanca, el hombre que, en un principio, fue mediador entre ambas partes, pero que claramente no era neutral, sino funcional a los empleadores. Este respondió el telegrama con un simple “Clausure galpones, yo viajo”.

Esto fue hecho. Alrededor de las 8 de la mañana los anarquistas, reunidos en un local, preparaban una comida cuando fueron rodeados por las fuerzas policiales.

Un policía llamado Américo Dozo les comunicó las órdenes: acompañar a las fuerzas del orden a la comisaría, desarmados.

Tras largas discusiones los anarquistas resolvieron que el señor Dozo los acompañaría a ellos a la comisaría. Armados.

Al llegar a la comisaría los hicieron pasar al patio. Se llamó al primero al interior de las instalaciones: Machado. Tras unos minutos se llamó al segundo: Guillermo Prieto. Prieto no entró al edificio. Dio voz de alarma, ya que vio a Machado en el suelo, ensangrentado, rodeado por el comisario Pedro Basualdo, el subcomisario, varios agentes y hasta un civil. Apenas pudo gritar. Lo metieron al cuarto de la paliza de inmediato.

Llamaron a un tercero sin dar nombre: todos tenían que entrar, todos tenían que recibir la golpiza.

Nadie se movió. Habló un obrero de apellido Quinteros:

-No venimos como detenidos. Que salga el comisario Basualdo y que nos diga que pretende.

En ese momento apareció Basualdo, fusil en mano, y gritó:

-¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanle bala, no dejen a ningún anarquista vivo!

El primer disparo dio en el cuello de Quinteros, quien moriría poco después, desangrado.

Jacinto Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia, hizo un llamado a la paz. Fue infructuoso. Los obreros, rodeados en una comisaría, eran atacados en todas las direcciones. Ninguno esperaba algo así; algo que ni siquiera pretende ser un fusilamiento. Por rebeldes fueron encerrados; por rebeldes se los quería matar como a animales.

Sorprendidos, sufrieron bajas y heridas en aquel primer golpe inicial. Pero no se trataba de niños, sino de hombres. Y no hombres cualquiera, sino anarquistas. Tipos que, aunque pobres, habían sido instruidos por sus congéneres. Eran cultos y duros. No iban a rendirse sin luchar.

Y eso hicieron. Sacaron sus revolveres y cuchillos y comenzó un hecho único en los casi dos siglos de existencia de Argentina: un grupo de hombres, a punto de ser asesinados ilegalmente por policías dentro de una comisaría, enfrentó y venció a los uniformados.

Queda claro que si el intento de los agentes fue la quintaesencia de la vileza del sistema, la actitud de los obreros es la quintaesencia de la rebeldía, de la lucha por la libertad, por la vida.

La policía esperaba disparar un poco, matar un par y que el resto se rindiera. Pero los anarquistas no iban a pedir, ni a dar, cuartel. Rodeados, comenzaron a escupir plomo sin asco. Los agentes tuvieron que retroceder, buscar cobijo. Los libertarios, que no tenían un atrás al cual retroceder, avanzaron a filo de cuchillo, secundados por las balas.

En diez minutos tomaron la comisaría e hicieron prisioneros a los policías. Pero las balas se terminaban. Ninguno tenía más que un cargador. Por lo cual, triunfantes, abandonaron el lugar y los “rehenes”.

No obstante, la victoria no fue completa. Quinteros había muerto. Había muchos heridos en ambos bandos. El estibador Ramón Llabrés murió poco después.

En el patio cayeron dos policías, el ya mentado Dozo y un tal Freitas. Poco después fallecerían a causa de las balas libertarias el oficial Merino y el agente Mansilla.

Basualdo pidió refuerzos policiales a los pueblos vecinos. Y entonces comenzó la caza de los acratas.

La versión policial afirmó que un grupo de 40 peligrosos anarquistas asaltó la comisaría.

Se allanó la Sociedad de Resistencia. Destrozaron los muebles, quemaron los libros, so excusa de haber encontrado “material subversivo”. Se allanaron también las viviendas de los anarquistas de toda la zona. Había que escarmentarlos.

Dos anarquistas que participaron en los hechos, Alfonso de las Heras y Teodoro Suarez, quienes habían huido a pie, fueron detenidos y torturados por el el subcomiasrio Bianchi.

Los llevaron a la comisaría. En el patio aún estaba el cuerpo inerte de Quinteros, el compañero muerto. Los de los policías, no obstante, habían sido trasladados para “darles cristiano velatorio”.

Estos hombres, como todos los capturados, fueron atados de pies y manos con alambre de púas y torturados nuevamente. Esta vez los agentes del orden se quitaron la rabia de la humillación a latigazo limpio.

Lo peor no había llegado. Se trajo a las compañeras de los libertarios para que atestiguaran la barbarie.

Pero el latigo no bastaba. Pioneros en la tortura, los policías argentinos encontraron su morboso divertimento en parejas. Un agente levantaba de la cabellera a la victima y otro le orinaba el rostro. Delante de su mujer y de sus hijos. Mientras estaba inmóvil.

Lo anterior está tomado de la declaración de el doctor Enrique Corola Martínez, abogado que atestiguó el accionar policial y tomó la defensa jurídica de los anarquistas.

Entre las mujeres que fueron obligadas a descender, en calidad de testigos, a los sótanos de la humana monstruosidad destaca Zoila Fernández, compañera de Jacinto Vinelli, el secretario de la Sociedad de Resistecia.

Transcribo el relato hecho por esta mujer al juez deferal, doctor Perazzo Naón:

Poco después de las once me visitaron no menos de veinte policías, entre ellos el comisario de Villa Iris, los que entre insultos y amenazas me pusieron las esposas, dedicándose luego al saqueo de la casa. Destrozaron lo que pudieron en la mía, pasando de inmediato al local de la sociedad donde lo que no pudieron llevarse le prendieron fuego. Como todo esto lo hicieron en presencia mía, les pedí me sacaran las esposas para llevar a mi hijito, que apenas tenía cuarenta días, pero mis ruegos fueron desoídos, conduciéndome a golpes a la comisaría. Allí contemplé el cuadro más horrible. Los charcos de sangre causaban una dolorosa sensación. Los heridos respiraban con dificultad y de vez en cuando hacían oír un quejido entrecortado.
Cuando por la tarde los policías se habían repuesto del susto, me llevaron a la oficina, donde después de dirigirme toda clase de improperios me tomaron por la nuca y me llevaron hasta el patio para hacerme limpiar con la cara los charcos de sangre. (Testigos presenciales de este hecho relataron que Zoila Fernández gritaba histérica: '¡no me importa que me hagan esto, es sangre de machos, sangre de anarquistas!'). Luego fui conducida a un calabozo con la amenaza de que a la noche la pagaría, esta amenaza que yo la veía cumplirse, porque no hay espíritu más ruin que el del policía, y el recuerdo de mis queridos hijitos, a quienes no vería más, me estremecieron de espanto y pasé unas horas que me serán inolvidables mientras viva. Sin embargo estaba convencida que antes de ser ultrajada tendría la suficiente fuerza para hacerme asesinar. Felizmente las amenazas no llegaron a cumplirse gracias a un oficial, que habiendo sorprendido las provocaciones de los policías me hizo poner guardia. Más tarde, y por indicación del mismo oficial, logré que me trajeran a mi hijito, que se me moría de hambre y con él presencié las horribles torturas que les fueron aplicadas a indefensos obreros, que ni habían participado del hecho. Nunca vi crueldad más grande. Se les cruzaban las muñecas por detrás y se les ligaba con alambres de púa. El juez Perazzo Naón encontró a los presos en esas condiciones y, por orden suya, después de las declaraciones de práctica se nos puso en libertad a mí y a otra compañera, y a los presos se les quitó las ligaduras. Pero cuando el juez se fue a comer, los polizontes volvieron a ligarles las muñecas a los presos, aunque esta vez con alambres de fardo. Así permanecieron hasta el otro día en que fueron conducidos hasta Santa Rosa

No se tiene el nombre del oficial que defendió a la mujer.

Por otro lado, sí se tiene el nombre de un policía que actuó con justicia. Su apellido era Zárate y fue el encargado de transportar en tren hasta Santa Rosa a los detenidos.

Al llegar a la capital de La Pampa, Zárate debió enfrentar a la indignada población que quería hacer justicia por mano propia y la siempre inicua Liga Patriotica Argentina. Con temple de hierro, más cercano al de los anarquistas que a la cobardía de sus compañeros policías, Zárate condujo a los reos a la cárcel, evitando el linchamiento.

La defensa de los hombres fue tomada por Pedro E. Pico, un célebre dramaturgo, y por el ya mencionado Corona Martínez.

Acá hay otro de esos extraños casos que hacen a la mística libertaria, que en sus actos suele tener siempre algo de novelesco, de insólito, de inverosimil.

Para llegar a la verdad, Corola Martínez se mudó a Jacinto Aráuz y fingió ser un simple corredor de comercio. Así logró investigar los hechos y finalmente probar, en un extenso alegato, que el comisario Basualdo había aceptado una suma de dinero para asesinar a los anarquistas.

Esto deja claro el lugar de la policía: meros sicarios legalizados, perros de la guerra de una oligarquía atemorizada.

Una vez enterados en Buenos Aires del atropello, los distintos organismos de los trabajadores se solidarizaron con los rebeldes de Jacinto Aráuz, pero este hecho quedaría opacado por otro mayor.

Ya llegaban las noticias de las andanzas del teniente coronel Hugo Benigno Varela por tierras australes. Ya se acercaba la Patagonia Rebelde, ya se acercaba la lucha de José Font y Antonio Soto, ya se acercaban los 1500 fusilados, ya se acercaba el desprecio hasta de las prostitutas y, como no, ya se acercaba la bomba y las balas del alemán Kurt Wilckens, el vindicador, héroe y mártir de los hombres libres allá dónde y cuando se encuentren.

Las condenas, pese a la brillante defensa de Corola Martínez y Pico, fueron negativas. Seis fueron condenados a tres años de prisión y el resto cumplió entre once y tres meses.

Todos los policías fueron absueltos.

Jacinto Vinelli, el secretario, y Machado, el delegado, jamás fueron apresados.

Estos son los hechos de Jacinto Aráuz. Hechos devorados por el tiempo, olvidados por el lugar donde ocurrieron. Sólo una vez se contó esta historia que hoy rescato. Porque es necesario que sepamos que, pese a todo, alguna vez hubo hombres que en la inmensa soledad de un país que se estaba construyendo se atrevieron a levantar la cabeza y que por eso se los quiso matar. Pero no se rindieron. Porque en ocasiones hace falta pelear incluso dentro de la comisaría.

Con todo en contra estos valientes hombres ganaron la batalla. No pudieron matarlos. Ni los policías pagados para hacerlo ni el sistema carcelario.

Casi 90 años después las cosas han cambiado poco. Ya no quedan anarquistas en Argentina pero la policía sigue siendo corrupta, sigue aplicando la ley Bazán (tiro primero, pregunto después), sigue matando por encargo, sigue aplastando a los portadores de voces rebeldes y reivindicadoras. A través de este siglo incompleto se han multiplicado los Basualdo y se han extinguido los Zárate.

Aún hoy existen condiciones laborales inhumanas. Pero ya no quedan rebeldes.

En este artículo no pretendo sermonear a nadie ni implantar mis ideas, tan sólo contar la historia que algunos se han encargado de ocultar. ¿Por qué otras historias se cuentan y esta se esconde?

Porque en Jacinto Aráuz ganaron los rebeldes. El sistema perdió.

Fuentes:

“Los Anarquistas expropiadores y otros ensayos” de Osvaldo Bayer.

www.laluchaanarquista.blogspot.com

www.lafogata.org

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