Capítulo II: Solve et Coagula

>> domingo, 5 de septiembre de 2010

Capítulo II

Solve et Coagula



3:39. La madrugada es fría. En las calles vagan, errantes e insomnes, los que insisten, con torpeza, en acompañar sus soledades. Hombres y mujeres curtidos por una realidad que, un día entre los días, les avisó que ya eran adultos, que los sueños no llegarán, que esta es su vida.

Cero camina, dubitativo, con rumbo a OLVIDO, un bar under donde se dan cita algunos espécimenes que necesita ver. Las progenies de la noche, demasiado pequeños para ser hombres, demasiado grandes para ser críos. Confundidos, sin identidad, manipulables. Y algunos que saben muy bien lo que hacen. Son estos los que tienen, quizás, las respuestas que busca.

En la puerta un individuo de dos metros finge ser el encargado de seguridad. Los brazos cruzados sobre el pecho, la expresión agresiva, mira al joven como miraría a una fosa séptica.

–Dejame entrar –dice Cero.

–No estás en la lista.

–Vos no tenés lista, Cerbero.

–No importa. Andate, Cero. Ya no sos bienvenido acá.

–¿Quién lo dice?

–Yo.

–Ya veo. Tengo algo que puede hacerte cambiar de opinión.

–Si intentás algo...

–Tomá –dice y le extiende un billete de cien.

–Los años te hicieron inteligente.

–Si así fuera, no estaría acá.

Cerbero da un paso a la derecha y permite el ingreso de Cero. Él se interna en la oscuridad, atraviesa las nubes de humo, es cegado momentáneamente por una veintena de luces de colores, empuja desconocidos en el trayecto, para abrirse paso. Contempla las mesas a los lados. No ve rostros conocidos. Camina hacia la barra. Ahí está Ágata, la anciana dueña. Se aproxima.

–Tiempo sin verte, mujer –saluda.

–Cero... –responde ella, fría, distante.

Él se sienta. Apoya los codos sobre la barra y entrelaza los dedos de las manos.

–¿Vas a tomar algo?

–Whisky.

La septuagenaria sirve. Él deja el dinero para pagar la bebida junto al vaso. Evita mirarlo a los ojos. Algo no está bien, piensa Cero. Guarda la botella y finge ordenar algo en el exhibidor.

–¿Me vas a dar la espalda toda la noche, Ágata?

–¿Para qué viniste?

–Para hablar.

–No creo que yo tenga algo que decirte.

–No sé. Por cierto, Cerbero no me quería dejar entrar. Tuve que sobornarlo.

–Espero que no lo hayás lastimado.

–Ya no le pego a la gente. Le pagué cien mangos.

–Parece que maduraste.

–No tanto como vos.

–Yo soy la misma de siempre.

–Tenés 72 años y te vestís como estas pendejas. No me jodás con eso.

Silencio. O algo que se le parece en un extraño modo. El lugar es atronado por una canción oscura y victimista de alguna banda compuesta por millonarios de Europa del este. Pero ellos dos no hablan. A la mujer le dolió el comentario. Quizás tanto como le duele el espejo. Quizás menos. Lo cierto es que la enferma.

–¿Qué buscás, Cero? No creo que hayás venido por mí.

–Respuestas. ¿Dónde puedo encontrar a Gurdjieff?

–Cerca.

–¿Todavía viene por acá?

–Está acá ahora mismo. Llegó hace una hora.

–No lo vi...

–No buscaste bien. Su mesa habitual está cerca de los baños de minas.

–¿Está acompañado?

–Siempre.

–Mejor.

Cero se pone en pie. Sólo ahora la mujer se vuelta y lo mira para hablarle. Ella siente un escalofrío recorrer su espalda.

–¿Por qué los buscás a él?

–Por Vanina.

–¿Vanina?

–Vanina, mi ex novia.

–¿Ah?

–Rubia. Metro sesenta. Iguana tatuada en el cuello.

–Buenas tetas y risa de caballo. La recuerdo. Ella fue... –Ágata no se atreve a terminar la frase.

–¿Fue qué?

–Nada.

–Decime.

–No, dejá.

–¡Decime!

–¡Ya te lo va a decir Gurdjieff!

–¡No me importa!

La anciana resopla y muerde su labio inferior, disgustada. Cierra los ojos por un momento. Luego, retoma la palabra.

–Fue Leah.

–¿Leah?

–Es el nombre con el que se la conoció después de... después de vos.

–Leah...

–Empezó a usar ese nombre mientras estaba con Gurdjieff.

–Leah...

–Sí.

–Está muerta.

–Lo sé.

Cero cierra los ojos. A Ágata no le importa. Quizás sólo a él le importa lo suficiente como para buscar una respuesta. Aprieta el papel en su bolsillo, la esquela que ella le dejara. Inspira profundo el tóxico aire del bar y, sin mediar palabra, camina con rumbo a los baños.

Ahí está Gurdjieff, acompañado por dos chicas de unos veinte años. Él no le habla. Toma una silla
cercana y la acerca, la da vuelta y se sienta con los brazos sobre el espaldar.

–Cero. Tanto tiempo –saluda, risueño, el individuo.

–No te hagás el simpático.

–Soy simpático. ¿Ya no te acordás?

–Preferiría no recordarte.

–Yo también te extrañé.

–Dejá eso. Tenemos algo que saldar.

–¿Te debo una cerveza o algo?

–Vanina.

–¿Quién?

Cero gruñe. Enseña los colmillos. Algo, profundo en su interior, comienza a arder. El rencor y la impotencia comienzan a adueñarse de su cuerpo.

–Leah –murmura.

–Ah... la chica del Magus.

–¿Magus?

–Sí. Una historia triste. Estuvo una temporada conmigo antes de irse con él. ¿Fue novia tuya también, no?

–Yo te la presenté, pelotudo.

Silencio. Las dos acompañantes de Gurdjieff se miran, confundidas. Entienden que están donde no deben, que sobran en esa mesa. Pero no se retiran.

–¿Viniste por eso? –pregunta Gurdjieff tras reponerse de la impresión inicial. No recordaba haber visto a Cero acompañado por alguna otra mujer.

–Sí. Y no.

–¿Sabés cómo murió?

–Tengo una idea.

–Vení. Vamos a tomar aire. Acá no se puede hablar.

Se incorpora y camina hacia la salida. Cero lo imita. Ya en la vereda los dos hombres fuman, como preámbulo a las tempestades que vendrán. Un clavo en el ataúd, para acercar un paso más la muerte, para comprender su naturaleza. Porque los hechos fueron tan atroces, tan macabros, que sólo aquellos que saben cercano el fin podrían imaginarlo.

–Decime lo que sabés –murmura Gurdjieff en la solitaria penumbra de la madrugada metropolitana.

–Violación seguida de asesinato.

–Sí. En pocas palabras, sí. Pero es mucho más profundo, Cero. Tenés suerte de no conocer el asunto.

–Explicate.

–¿Seguro?

–Sí.

–Nadie sabe el momento exacto, ni el lugar exacto, pero fue hace poco y cerca. Al menos cuatro hombres, aunque nadie sabe sus identidades. Fue lento, amigo mío.

–¿El asesinato?

–Todo. Antes de verla por última vez habló con algunas personas. Dijo que iba a irse, aunque no dio muchos detalles. Se preparaba para un ritual.

–¿Ritual? ¿Seguís con eso?

–Lo mío era humo y espejos. Lo sabés.

–Sí. Trucos de cuarta para impresionar minitas.

–Lo del Magus no es así. Es mucho más hardcore.

–¿En qué sentido?

–No se conforma con un polvo, Cero. Ese tipo necesita más. Siempre necesita más. Es peligroso.

–Dejá de dar vueltas.

–No quiere admiradores ni amantes. Quiere esclavos.

–¿Los consigue?

–Sí. No es efectivo con todo el mundo, pero en general se sale con la suya. No era un espectaculo agradable ver a Le... a Vanina con ese tipo. La sumisión... es indescriptible. En los últimos tiempos ella hacía cualquier cosa que él le ordenara. Cualquier cosa.

–Creo que entiendo –murmura Cero, mientras su mente se puebla de imágenes que preferiría no contemplar.

–No, no entendés –corrige el otro.

–¿No?

–No. En una ocasión la obligó a sacarse la pollera delante de todos acá a la salida del bar... –dice y se detiene, a la espera de una señal para continuar o no por parte de su interlocutor.

–Seguí –gruñe Cero.

–Le dio una botella de cerveza...

–Decilo, estoy preparado.

–Una botella de cerveza... no se sacó la tanga, la corrió nada más. Y...

–Y...

–Y la hizo me... orinar dentro. A la vista de todos. Después le ordenó que se lo tomara. Ella intentó, pero no pudo pasar el primer trago, vomitó en el instante. El Magus se enojó y le vació el contenido en la cabeza. Agarró la pollera y se fue. La dejó así en plena calle.

–Ella no sería capaz de... –comienza a decir Cero pero es interrumpido.

–No era la misma persona. Al final, no era la persona que conociste. No era la misma persona que estuvo con vos y conmigo...

Silencio. Cero aprieta los puños, iracundo, furioso. Baja la vista. Cabizbajo, intenta reprimir una oleada de ideas que acuden a su consciencia. Todos los “y si...” posibles transitan su cerebro.

–Viniste acá por una desconocida –sentencia Gurdjieff y su voz es ceniza que se esparce en la brisa de una madrugada que agoniza ya en la proximidad del amanecer.

–Puede ser.

–Es.

–¿Importa?

–Debería. Espero que no querrás saber más.

–Tengo que saber.

–Me lo temía. Lo que te aguarda es la oscuridad, Cero. Date la vuelta, seguí ahora. Olvidate de esto. Vanina ya no le importaba a nadie porque ella así lo quiso. Se desligó de todo afecto por los demás.

–¿Por todos?

–Excepto por el Magus.

–Ya veo. ¿Dónde puedo encontrar a ese tipo?

–No querés verlo.

–Sí quiero. Decime.

Gurdjieff suspira, resignado. Odia que alguien quiera vincularse con el Magus y se odia un poco por lo que va a decir.

–Él y su círculo ocultista vienen de tanto en tanto por acá, pero si querés verlo pronto no te sugiero frecuentar el bar. Lo seguro es encontrarlo en su orden esotérica.

–Ah, era con institución formal el asunto.

–Algo así. Se llama “Orden de los Ancestrales Misterios Thelemicos”.

–¿Thelemicos? ¿Cómo la Abadía de Thelema?

–Sí, le gusta Aleister Crowley. El edificio está en calle Rivadavia 1045. Lo vas a reconocer, tiene una placa en la pared con el nombre de la orden.

–Ya veo.

–No lo subestimés, Cero. El Magus es peligroso.

–No me tomo muy en serio que digamos a un tipo que ni siquiera usa su nombre de verdad.

–¿Y acaso alguno de nosotros lo hace? –pregunta Gurdjieff.

–Vanina lo hacía –murmura Cero.

Ya no hablan. Se paran uno junto al otro y observan el horizonte. Los primeros rayos de sol se derraman sobre el paisaje urbano. Es la señal que la gran bestia de cemente y concreto aguardaba para detener unos engranajes y activar otros. La ciudad despierta. Poco a poco quienes pueblan esta cruel civilización vagarán por el fabuloso Continente Gris, en busca del pan de cada día. Cero, por su parte, olvidará todo aquello relacionado con la vida. Comienza su búsqueda de La Parca; comienza su búsqueda del Magus.

Una tormenta se aproxima.

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