Capítulo I: Fantasma

>> martes, 31 de agosto de 2010

LOS DONES DE LA OSCURIDAD

Capítulo I

Fantasma


A Crowley, jodido genio mentiroso y manipulador.


–Ella sabía que iba a morir pronto –dice la mujer mientras las lágrimas surcan su rostro.

–¿Qué te hace pensar eso? –pregunta Cero, con voz suave, respetuosa.

–El día que... lo supimos, encontré una nota. No está firmada, pero es su letra.

–¿Qué dice?

–“No me extrañen. Los adoro” –la mujer baja la vista al pronunciar las palabras.

–Comprendo.

–Pero eso no es todo. Al día siguiente encontré otra. Y luego, dos más. No ha pasado un día sin que encuentre una nota para nosotros. Para sus hermanos. Para sus amigos. Por eso te llamé.

–¿Dejó algo para mí?

–Sí.

–¿Puedo verla?

La mujer asiente. Se incorpora y camina hasta una estantería del comedor en el que están. Toma una caja de cartón que alguna vez fuera el envoltorio original de algún calzado y examina el contenido, varias esquelas de papel. Hace un gesto de satisfacción al encontrar la que buscaba. Se la extiende al joven, quien la toma. Él duda por un segundo. Quizás es algo íntimo, sólo para él, y por eso debiera leerlo en voz baja. Pero sea lo que sea, la madre de la chica lo leyó antes. No tiene sentido guardar el secreto. Carraspea.

–Cero... mi último amor fugaz... si alguien podría haber evitado esto ese sos vos. Pero te eché de mi vida. No puedo culparte. Mi último momento de felicidad -pura, verdadera- fue a tu lado. No tiene por qué significar algo para vos. Pero para mí el recuerdo lo es todo. Sólo eso queda. Hasta siempre –concluye la lectura.

–No es tu culpa...

–Lo tengo claro –responde él.

–Pero hubiese querido que estuvieras acá para ella.

–El asunto con tu hija nunca fue demasiado serio. Lo sabés. Y a vos tampoco te gusté nunca.

–No. Nunca me gustaste. Odio a la gente sin un nombre de verdad, como vos, que no te conozco el apellido. Y definitivamente en tu DNI no debe decir Cero. No me gustás ahora, tampoco. Ni me gustaron la mayoría de los novios que le conocí. Pero a ella le importaste. Sos la única pareja, si así se te puede llamar, a la que le dejó una nota. Y lo que dice...

–Sí. Sé lo que dice.

–Vos podrías haberla salvado.

–¿Cómo? ¿Y de qué?

–De lo que sea que terminó con su vida. Vos sabés como estaba el cuerpo cuando...

–Unos amigos en común me lo explicaron.

–¿Y no te importa? –pregunta, dolida, la mujer. La indiferencia en la voz del joven la enerva.

–Sí me importa. Pero ella y yo terminamos hace dos años. Y durante quince meses no tuve ninguna noticia de su parte. Hasta... esto. Me duele, sí, pero dejó de ser parte de mi vida cuando me dejó por otro; cuando se fue con uno que decía ser mi amigo.

–No sabía eso –dice la mujer.

–Es lo que pasó –sentencia Cero y cruza los brazos sobre el pecho.

–Cuando terminó con vos fue cuando comenzó a cambiar. La ropa, las amistades, todo fue distinto desde entonces. Su vida se transformó de modo gradual. Vos me desagradás. Pero los que vinieron después... me daban ganas de vomitar.

–¿Los trajo acá?

–Sólo a uno. Era como vos, pero peor. Tampoco tenía nombre, sólo un apodo raro. Al resto de sus nuevas “amistades” las vi en la calle.

–Apodo... –murmura Cero.

–¿Qué?

–¿No sabés cual era el apodo?

–No.

–¿Y el tipo cómo era?

–¿Físicamente

–Sí.

–Alto, de tu estatura. Robusto. Tez oscura. Pelo corto. Muy corto. Tatuaje en el brazo derecho.

–¿Qué tenía tatuado?

–Una vívora.

–¿Roja, desde el antebrazo hasta la muñeca?

–Sí.

–Gurdjieff.

–¡Eso! –exclama la mujer al reconocer el término.

Cero suspira con enorme tristeza. Él los presentó. Apoya los codos en las rodillas y deposita el rostro sobre las palmas de las manos. Se toma un segundo para ordenar sus ideas. Es demasiado. Intenta no detenerse en los quizás ni en los tal vez. Ella está muerta y nada va a cambiar eso.

–¿Qué pasa? –pregunta la mujer.

–Nada –responde él y se pone de pie. –¿Qué te dijo la policía?

–Que se van a comunicar en cuanto tengan novedades.

–Típico. Creo que voy a investigar esto por mi cuenta.

–¿Qué?

–Voy a buscar al responsable.

–¿Vos?

–Sí.

–Nunca fuiste muy normal vos.

–No es novedad. Alguien tiene que hacerlo.

–La policía...

–La policía está compuesta por un manojo de ineptos. No encontrarían la torre Eiffel en medio de París –interrumpe él.

La mujer no responde. Perdió una hija y ese hombre no pretende consolarla. De todas formas, intuye que sus intenciones son benignas. Y quizás descubra algo.

–Me voy. ¿Puedo llevarme la nota?

–Sí... –afirma la mujer tras una duda.

Él guarda la esquela en un bolsillo y se despide con un gesto. No espera que lo acompañe a la puerta, conoce el camino y prefiere caminar solo. Tampoco a él le gusta esa mujer.

Una vez en la calle medita sobre los hechos. Sabe que el cuerpo de Vanina fue encontrado sin vida, violado y ultrajado, una semana atrás. Ella desapareció tres meses antes, pero según la autopsia había muerto pocas horas antes del descubrimiento. Tenía una serie de tatuajes nuevos que pudo haberse realizado, sin coacción mediante, durante el lapso en que su paradero fue desconocido. Además, había cientos de marcas de cigarrillo en su piel que podían, o no, ser autoinflingidos. El caso era un verdadero misterio.

Tal vez existieran pruebas en la escena del crimen, pero lo cierto, y él lo sabe muy bien, es que los forenses no van a investigar nada. Para ellos se trata sólo de otra puta muerta en la enorme e inhumana ciudad. No vale llegar tarde a cenar.

Sí. Otra puta muerta. Seis atrás supo que Vanina se prostituía en la zona del puerto. Le sorprendió. Sintió curiosidad. Incluso quiso ir a verla. Rondó las dársenas y los bares aledaños, pero jamás la vio. Eso resultó un alivio. No sabe qué le hubiese dicho de haberla encontrado. Le molestaba. Con seguridad era una exageración, pero la gente le había dicho que se la podía conseguir por un atado de cigarrillos. A veces por menos.

¿Dónde quedó esa chica dulce y alocada que compartió un breve, pero intenso, período de su vida? Quizás la madre tiene razón; quizás era otra persona al final.

Y Gurdjieff. Un cabrón malparido, un manipulador de poca monta que vivía de las mujeres. Se conocieron muchos años antes, cuando era sólo un cabrón. Había leído unos cuantos libros de esoterismo y convirtió esas ficciones en su fuente de acceso carnal al sexo opuesto.

Vanina era una persona muy influenciable. Un poco de humo y algunos espejos bastarían para convencerla de estar atestiguando magia real. ¿Y luego?

Cero enciende un cigarrillo. Sabe muy bien donde comenzar su búsqueda de una respuesta. Gurdjieff frecuentaba un círculo de lectura liderado por una tarotista, un grupo de estafadores de cuarta categoría. Será un buen punto de partida.

Palpa la esquela en el bolsillo. Decide sacarla. Relee. Recuerda de pronto algo que escuchó cuando era sólo un crío. Escribir es telepatía. Es enviar una idea, de una mente a otra, a través del tiempo y el espacio. Tarde llegó a él el SOS de Vanina. Tarde para salvarla y tarde para las lágrimas. Pero quizás a tiempo para hallar la verdad.

Los bellos en su nuca se erizan.

–Espectro –murmura.

Sin nada de esotérico de por medio, la chica se ha transformado en una aparecida, en un ánima errante, que vuelve en palabras garabateadas en trozos de papel, en ideas, en avalanchas de recuerdos y olvidos, de ausencias y anécdotas. Todo lo que fue está perdido para siempre; todo lo que fue, perdura en los ingenuos anhelos de eternidad de quienes la conocieron.

No la amó. Sólo fue una agradable compañía. Pero va a descubrir qué fue lo que ocurrió con ella porque su espíritu se ha presentado ante él y, con seguridad, lo acosará disfrazado de notas en la casa de su madre, de pesadillas, de canciones y aromas, hasta que la tarea esté cumplida.

Guarda el papel. Camina decidido desde el final de la historia hacia el comienzo. Porque un fantasma lo acosa. Y él, sin saberlo, acosa también al fantasma.

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