¿Madurar?

>> domingo, 1 de noviembre de 2009

“Y así Bruno pasó, por primera vez en su vida, la noche entera al lado de un moribundo. E intuyó que recién comezaba a ser un hombre, porque únicamente la muerte prepara de verdad para la vida; pues la muerte de un solo ser unido a uno con vinculos entrañables permitía comprender la vida y la muerte de otros seres, por lejanas que fuesen.”


Abaddon, El Exterminador - Sabato*

Terminé de convertirme en hombre. O eso parece. En la penumbra de una solitaria sala de hospital, donde lo único saludable era mi sinuoso cuerpo y la amable presencia de las noctábumlas enfermeras, contemplé a un hombre agonizar por un absurdo. Cirrosis. Hígado destrozado. Necrosis encefálica. Respirador artificial. Suero. Por alguna crueldad del universo el corazón resistía. Soslayando el valiente músculo que pese a todo cumplía con su propósito, no era más que una bolsa inflada y desinflada mecánicamente por un artefacto.

Pero soy injusto. No cumplí la triste labor solo, debo confesar. Ahí estaba mi madre. Ella no supo, y nunca sabrá, si me acompañaba a mí o si era yo quien, en un arrebato, la acompañaba a ella. Tuvo la mano de aquel hombre cubierta con la suya la mayor parte del tiempo. ¿Era un intento por retener en esta realidad algo que ya quiere marchar, o era un modo de decir “acá estoy”, otro modo de acompañar?

Nunca lo sabré. Ni creo que vuelva a preguntarmelo jamás. La mayor parte de los -eternos, inacabables- minutos fueron presididos por el silencio. Silencio de piedad, de resignación, el que precede al sepulcro.

Aguardaba la muerte del hombre que me compró mi primer whisky. Por momentos meditaba en la vida y la muerte. Cada tanto respondía a algún comentario de mi progenitora. Crucé algunas miradas compasivas con las enfermeras. Pero, por sobre todas las cosas, ansié la llegada del amanecer. Quería irme. Y lo peor es que no entendí por qué.

No sentí miedo. No sentí angustia, ni ira, ni me impresioné ante la mecánica respiración, ante la tos aguardentosa, ante la visión de la morfina que se le admistraba a cada segundo por via intravenosa. Sólo no quería estar ahí. Pero no iba a irme.

Peregriné un centenar de veces de la silla al piso y del piso a la silla. Caminé un poco. Leí algunas páginas de un libro que llevé conmigo.

Lenta, pero inexorable, llegó la alborada, el alivio. Tuvimos que dejarlo. Aún cuando estaba inconsciente, no queríamos que muriera solo. Pero había que seguir.

Volví a mi hogar. Dormí unas horas. Durante el día asistí a mi abuela. O eso creo. Me gusta pensar que la ayudé a prepararse mentalmente para lo inevitable. Mala cosa, una persona no debería enterrar a sus hijos. Pero ella tuvo que hacerlo.

Fue a verlo al hospital una última vez. Yo iba a pasar la noche en el nosocomio, por lo cual traté de tener al día mis asuntos. Pero no hizo falta.

Falleció a las 22.45 del jueves 29 de octubre de 2009. Tenía 55 años. Mi madre y una amiga de la familia fueron las dos personas presentes. No se lo abandonó.

Luego vino la parte complicada. Certificado de defunción. Sala de velatorio. Tramites. Documentación. Fotocopias. Subsanar errores de terceros. Retirar el cuerpo. Llamar a amigos y familiares.

Yo hice más de dos tercios del trabajo. De hecho, el certificado de defunción tenía errores cuando me lo dieron, así que tuve que volver al hospital a la una de la madrugada para que lo arreglaran.

A las dos de la madrugada estábamos las pocas personas que asistimos por completo a la ceremonia. Pasé la noche en una silla, con un libro en la mano. No leí ni una palabra, pero me sentía más seguro con Kundera cerca. No sé por qué.

Alrededor de las cuatro mi madre y yo cotemplábamos el cuerpo. No recuerdo que me decía. Mirábamos el rostro mientras ella trataba de trasmitir una idea. La boca, al igual que los párpados, estaban sellados (¿cocidos? ¿pegados?). Aún así, un chorro de sangre se abrió camino a través de las comisuras. Fue una imagen muy fuerte. Casi tanto como el hedor. Salimos corriendo a intentar higienizarlo con pañuelos y servilletas descartables. Pero no fue suficiente. Hablé con los responsables del lugar. Yo quería cerrar el ataúd. Ellos me dieron una alternativa: algodón y gasa.

Absurdo. Pero efectivo. Se lo limpió una vez más y se cubrió su boca. El episodio no se repitió. No sé cómo. Ni me importa.

Con los primeros rayos de sol salí a comprarme un sanguche que comí en la calle. A las siete fui a pactar un anuncio necrológico en una radio, porque la que nos daba el servicio (en FM La Voz, radio que odio) no satisfacía a nadie. Alrededor de las ocho empezó a llegar gente. Tuve que atenderlos, consolar a algunos, contener a otros, saludar al resto y aceptar unos cuantos “te acompaño en sentimiento” de gente que ni me acompañaba ni sentía nada remotamente similar a lo que latía en mi pecho.

A las once me rendí. Me acosté en una cama (sí, en la sala -dividida en varias áreas- había una cama) y dormí un poco. Desde el mediodía hasta las tres de la tarde peregrinaron los rostros, los pesames, las condolencias y mis ganas de mandarlos a re-introducirce en los úteros de sus señoras madres. Estaba cansado.

A partir de las tres y media de la tarde el tiempo, maleable como siempre, comenzó a extenderse. Esas dos últimas horas fueron lo más duro. No dormía como corresponde desde el martes. No comía un alimento de verdad desde el lunes. Caminé, corrí y estuve de pie demasiadas horas. Mis piernas decían basta ya.

El martirio terminó cuando al fin cerraron el ataúd. Luego tuve que soportar la tremenda temperatura en la caravana de vehículos que se dirigían al cementerio. Unas mujeres rezaron. Yo me opuse. Mi madre no. Así que las plegarias se quedaron. Fui uno de los tipos que llevó el feretro hasta un estéril nicho en un muro de ladrillo. Justo tras de mí venía el otro anarquista de la familia. Tiene 73 años, no sé como aguanta. Pero aguanta. Y eso me tranquilizó.

Dejé un ramo de flores que alguien me dio. Y eso fue todo.

Me despedí de algunos y regresé a casa. Al fin había terminado.

La vida sigue.

Y parece que ya soy hombre del todo, aunque no me siento distinto ni en lo más mínimo.

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*Por favor, no confundir las tendencias políticas del autor citado con la esencia de la cita.

1 Huellas:

MaskedSkull 2 de noviembre de 2009, 17:21  

Muchísimas gracias por pasar a saludar a mi humilde blog ^^ y ya he anotado su recomendación...

Tengo mucho que leer, que terrible es no poder hacerlo...

Cuidese y andaré dandome vueltas por aqui.. un gusto.

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