Un fragmento (I)

>> lunes, 10 de mayo de 2010

En este momento estoy escribiendo una nueva novela. Es difícil definir el género tanto como el argumento. Trata sobre una casta que carga una maldición a través de tres generaciones y como influye, tanto la casta como la maldición, en la sociedad y en la historia.

Todo comienza a principios del siglo XX en Buenos Aires, donde veremos al primero de los tres personajes principales nacer y lo acompañaremos en su vida, encontrándonos, junto a él y sus descendientes, con personas tan carismáticas como Buenaventura Durruti, Juan Perón, Eva Duarte, el Che Guevara, John Lennon, el subcomandante Marcos, Linda Lovelace, George Orwell y Martin Luther King, entre otros.

Les dejo un fragmento del primer capítulo:
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El vehículo avanza por la avenida Callao. El odiado Ramón Falcón y su secretario, un veinteañero llamado Alberto Lartigau, son los pasajeros. El jefe de las fuerzas policiales viene del cementerio de Recoleta, donde asistió a las exequias de su amigo Antonio Ballvé, director de la penitenciaria nacional. El militar divaga en sus pensamientos. Tiene un detenido. Pablo Karaschin, un anarquista que intentó volar en pedazos la capilla del Carmen. O eso dice el expediente. El punto es, culpable o inocente, lo tienen prisionero. Se pregunta si los compañeros de ese hombre se sentarán tranquilos sin hacer nada, si estarán amedrentados tras los sucesos del primero de mayo, o si, por otro lado, intentarán alguna de esas actividades que les construyen su fama. Los anarquistas son gente peligrosa. Falcón lo sabe. Los odia. Son antiargentinos, inmigrantes sin identidad, sucios obreros, iletrados, incultos, ignorantes, analfabetos. No quieren patrias ni fronteras. Revoltosos. Y duros. Asaltos, expropiaciones, atentados, asesinatos. No respetan a nadie. Reyes o presidentes, les da igual. Piensa en Sadi Carnot1, en Isabel de Austria2, en Humberto I3, muertos frente a muchedumbres, rodeados por agentes que no pudieron detener a hombres solos. Son valientes, eso debe admitirlo.

–Matar al tirano –murmura con ironía.
–¿Cómo dice, Coronel? –pregunta Lartigau a su lado.
–Nada, nada. No me haga caso. Estaba pensando en este tipo, Karaschin, que tenemos. Sus amigos pueden presentar problemas.
–Mano dura, coronel. Mano dura.
–Por supuesto. No hay que tener piedad con estos animales.

Tras el coche un joven corre tan rápido como sus pobres piernas se lo permiten. Pequeño pero robusto, avanza como si su vida dependiera de ellos. Y quizás es así. Lleva un paquete en la mano. Se aproxima al vehículo al momento que el cochero comienza a doblar. Últimos metros. Utiliza toda la fuerza que tiene. Aprieta el objeto en sus manos. Agudiza la mirada de predador furtivo. Sin detenerse, arroja el paquete hacia los dos hombres. Medio latido transcurre. Una violenta explosión sacude el lugar. Los caballos que tiran del carruaje dan un salto y continúan la marcha sin mayores exabruptos. El cochero palidece, presa del miedo. Está ileso. Se da la vuelta para corroborar el estado de sus pasajeros. No han corrido su suerte. Falcón y Lartigau ya dejan este mundo, ya corren hacia los márgenes de la realidad sin siquiera saber qué los golpeó. Músculos desgarrados, arterias destrozadas, nervios cortados. Morirán.

El joven que lanzó la bomba continúa la carrera. Lo persiguen dos hombres que gritan, desaforados, para llamar la atención de quienes los rodean, para formar una turba, para dar rienda suelta a la ira, para cazar al zorro que se cargó el halcón. Guzmán y Miller, dos agentes de policía, son los primeros en unirse al grupo de perseguidores. En plena huida dobla por avenida Alvear. Divisa cerca un edificio en construcción, intenta guarecerse entre las paredes a medio levantar. Se detiene. Inspira hondo una fría bocanada de aire. No es suficiente para recuperarse. Sus perseguidores están ya sobre él. Corre una vez más. Sabe que es el fin, que no podrá huir. Pero ese no es motivo para permitir que lo maten. Morirá libre. Sin detenerse saca un revolver de su cinturón.

–¡Viva la anarquía! –grita y acto seguido se dispara un tiro en el pecho.

Guzmán y Miller, perplejos, se lanzan sobre el joven. Respira. Parece que el disparo hubiese sido sólo un modo de fabricar una excusa para descansar. Los policías lo levantan del pelo y lo arrojan en la vereda de cara al sol. Las facciones lo delatan. Es un obrero. Un inmigrante. Un judío.

–Ruso de mierda –le dice un policía.
–Ya vas a ver lo que te espera –afirma el otro.
–¡No me importa! –grita él –¡Tengo una bomba para cada uno de ustedes!

Desde el suelo los mira desafiante. Su labor está cumplida. Ha matado al tirano. Ahora espera su muerte. Muerte que no llega. Sobrevivirá a su propio disparo. Sobrevivirá a la pena de muerte que le será dictada. Sobrevivirá más de veinte años de confinamiento en Ushuaia, la Siberia Argentina. Sobrevivirá a una guerra en Europa. Morirá mucho tiempo después, sin tener consciencia de la cantidad de hechos que ha desencadenado, sin saber que esa bomba habrá matado, en realidad, a seis billones de personas.

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