NOTA: Este cuento fue escrito para un concurso. Ya anunciaron la pre selección, donde no figuro, como suele ocurrir. No sé si soy muy mal autor o nada más tengo pésima suerte. Voy a suponer lo primero, al menos de momento. Bajón, de nuevo. Acá tienen este cuento de mierda, por si alguien lo quiere leer. Sigan los enlaces en cada entrada para conocer el "universo expandido" que le hice al texto, para que lo valoraran más. Al pedo.
PS: Para variar, Kohan estaba en el jurado. Ese tipo SIEMPRE está cuando me bochan. Es decir, ese tipo SIEMPRE está.
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Timbre. Salgo del aula, mochila al
hombro, inadvertida, como un espectro perezoso y torpe, sin carácter
suficiente para espantar a los vivos. Camino por los pasillos. Otros
comienzan a ocupar el lugar a medida que las puertas se abren.
Gritos. Euforia. ¿Un sonido tan simple, un receso tan breve, puede
liberar tantas endorfinas? ¿O sólo se comportan acorde a lo que se
espera de ellos?
Da igual. Hoy todos ellos son
figurantes en mi drama privado. El momento me pertenece. Ya fui una
figura pintada en la pared de sus comedias. Ahora es mi turno. Y será
grandioso.
Subo la escalera. Me cruzo con tres
especímenes interesantes. Por algún motivo no estaban en el aula.
No sé sus nombres, apenas si hablan. Pero los nombran mucho. No
importa qué les digan, nunca responden. Nunca parecen enojarse.
Nunca nada. Son bastante ridículos, todos lo dicen, pero nadie sabe
porqué.
Ellos me ignoran. La escalera es
bastante ancha, sólo se hacen a un lado mientras bajan, mientras
asciendo. Acá no pasó nada; acá no pasó nadie. Y está bien así.
Llego al tercer piso. No hay aulas,
sólo sanitarios, oficinas y la biblioteca. Las preceptoras no están.
El ordenanza tampoco. Abro la puerta del despacho principal. No
cerraron con llave, para mi fortuna.
Dejo la mochila sobre el escritorio, un
armatoste del siglo XVIII. Pesa casi doscientos kilos, según la
rectora. Servirá. Abro las ventanas, dan al patio. Estoy a unos
veinte metros de distancia del suelo. No es un panóptico, pero se
puede ver a la mayor parte de los alumnos.
Eso no me importa. Lo relevante es que
ellos podrán verme a mí cuando llegue la hora, en pocos minutos.
Me quito el guardapolvo y lo arrojo al
piso. Se siente bien, al fin, liberarme del uniforme de la prisión.
Abro la mochila. Saco la soga. El nudo está bien preparado, como lo
dejé anoche. Amarro un extremo a la pata del escritorio. Lo ajusto.
Tiro con fuerza. Resiste bien. Miro el reloj. El recreo terminará
pronto. No hay tiempo para demoras. Ajusto el otro extremo de la soga
a mi cuello. Hora de abrir el telón. Jamás me olvidarán.
Escucho un estruendo ahí abajo. Me
estremece. Alguien grita afuera. Otro estruendo. Y otro. Y otro. Y
otro. Más gritos, pánico y dolor, ira y angustia, las emociones
casi pueden olerse en el aire.
Corro hasta la ventana. El patio está
casi desierto. Hay varias personas ocultas tras un cantero. Hay otros
tirados en el piso. ¿Se mueven? Uno sí. Grita un insulto. Alguien
se aproxima a él, uno de los tres que crucé antes. Tiene un arma.
No duda en apretar el gatillo.
De pronto siento frío. Todo se vuelve
irreal, absurdo. Los estallidos de la pólvora y los gritos
repiquetean, átonos y pluriformes, en mi cabeza. Mareada, retrocedo.
Apoyo las manos sobre el escritorio. Mi respiración es entrecortada.
Permanezco estupefacta. Segundos, minutos, horas, no sé cuanto
tiempo. Sí sé que la vorágine se aproxima. Los gritos, los
estruendos, y ahora también el ruido de pasos en fuga, abandonan la
planta baja. Suben. Cerca, cada vez más cerca, hasta llegar a este
pasillo. A la puerta. Abren.
Son ellos, los tres. Entran.
Los veo hacer gestos, muecas. Supongo
que son señales, códigos que sólo ellos comprenden. El más alto
camina hasta mí y apoya el caño de su revolver sobre mi frente.
Irónico: tengo miedo.
Mira a sus compañeros. El más bajo
niega con la cabeza.
–Dejala –dice.
–¿Seguro?
–Sí. “La Chancha” tiene sus
propios problemas. No nos necesita.
La Chancha, pienso. ¿Tengo un apodo?
Él baja el arma. La guarda en el
cinto. Retrocede. Salen. Murmuran algo. En la distancia escucho
sirenas, ambulancias, patrulleros. No
sé si acuden rápido o demasiado
tarde.
Miro la soga en mi cuello. La toco con
suavidad, como si le regalara una caricia. Vuelvo a la ventana y la
cierro. Deshago el nudo. Ya no sirve a ningún propósito.
Soy La Chancha. No necesito morir.
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